Alhambra Monkey Week
La cultura silenciada
alejandro luque. periodista y escritor
Sevilla/-como todo diario, el libro tiene una dimensión íntima importante. ¿Qué imagen de usted mismo, ayer y hoy, le devolvieron los textos cuando volvió a leerlos para hacer la selección?
-Alguien que vive la cultura como una inmersión cotidiana y natural, y en concreto la lectura como una especie de respiración, a menudo agitada, compulsiva, en consonancia con los tiempos que vivimos. En cuanto a algunas opiniones algo tajantes, creo que las he matizado. Los años me han hecho dudar mucho más de todo, y me admiro cada vez más de las afirmaciones categóricas que lanza la gente en las redes sociales, por ejemplo. Esa osadía, que asoma de vez en cuando en las páginas del libro, por suerte la he perdido.
-El libro ofrece también una panorámica del oficio en los años previos a la crisis y en los de la supervivencia y las redacciones menguadas. ¿Cabe hablar del oficio sólo con melancolía?
-Lo he vivido dramáticamente, como todos. Lo que más me ha afectado es ver cómo grandes profesionales eran barridos de los medios, y tal vez no volverán nunca a ejercer. Y cómo el relevo generacional ha quedado interrumpido: son muy pocos los chavales que van a aprender el oficio desde dentro, arrimándose a los veteranos. No, en lo que respecta al periodismo como lo hemos venido conociendo, no hay ningún motivo para la esperanza. Va camino de convertirse en un sacerdocio.
-Sobre el periodismo cultural en estos tiempos del marketing ubicuo y todopoderoso hay muchas ideas preconcebidas. ¿Cuál es la más perniciosa?
-Uno de los grandes males del periodismo cultural ha sido su dimensión publicitaria. Hasta cierto punto normal, porque claro que todos los que nos dedicamos a esto queremos que la gente lea más, escuche más música, vaya más al teatro o al cine... Pero se ha abandonado mucho la crítica, curiosamente cuando parece haber más opinión que periodismo.
-¿Para qué sirve entonces el periodismo cultural todavía, o para qué debería servir?
-Para guiar al público en medio de la desmesurada oferta actual, no tanto indicándole qué debe consumir sino ayudándole a conformar un criterio propio. Y fiscalizando las políticas culturales, especialmente las públicas, aunque esta tarea cada vez resulta más complicada por falta de condiciones y exceso de servidumbres.
-En su caso, el periodismo parece haber sido también una vía hacia la fraternidad. El libro está lleno de amigos, algunos desgraciadamente fallecidos, pero aun así rebosa de calor y vida...
-Sí, en un tiempo en que la gente proclama que tiene 3.000 amigos en Facebook, yo reivindico una forma de amistad algo más chapada a la antigua, que tiene más que ver con la complicidad y la generosidad que con los juegos de adulación y exhibicionismo. En las redes sociales asistimos, por ejemplo, a duelos colectivos que duran 24 horas, después de las cuales los muertos caen en el olvido. Yo no quiero participar de esa amnesia, especialmente con gente que ha hecho cosas muy importantes y ha dejado huella en mi vida.
-En el mundillo es conocido el temor a tratar personalmente a alguien admirado, por si acaba la cosa en decepción...
-Yo nunca tuve ese temor, porque me hice periodista precisamente como una forma de estar cerca de los creadores. Las decepciones son gajes del oficio, pero de todo se aprende. Recuerdo, a bote pronto, el carácter endiabladamente ciclotímico de Carlos Castilla del Pino, la indolencia rayana en la grosería de Miguel Bosé, o una conversación bastante desconcertante con el pintor Antonio López. En el otro lado, la lucidez de Silvio Rodríguez, la honda sencillez de Paco de Lucía o del poeta italiano Tonino Guerra son algunos de mis recuerdos mejores.
-Hablemos de la progresiva uniformización e infantilizacion de eso que conocemos como industria cultural. ¿En qué grado ese proceso emprobrecedor es culpa de todos nosotros, periodistas y público, y no sólo de las pérfidas multinacionales?
-Hay que tener en cuenta que la mayoría del público no tiene tiempo, y tal vez ni siquiera ganas, de estudiar la oferta cultural para escoger un producto, por lo que tiende a "lo que suena". También que esto es un negocio, algo que con frecuencia se nos olvida: los editores, escritores, cineastas, artistas, etcétera, quieren comer tres veces al día, como todos, y para ello hay que hacer dinero según el juego de la economía de mercado. Lo llamativo es que se considere bueno un producto sólo por aparecer bajo la etiqueta cultural o, peor aún, sólo por ser popular, como si las hamburguesas se pusieran al nivel de un plato elaborado y con ingredientes naturales por el hecho de ser ambos comestibles.
-Dice un amigo que los culturetas sólo hablan con esdrújulas. ¿Por qué la cultura no acaba de desprenderse de esa sospecha de esnobismo?
-Supongo que la cultura se ha investido premeditadamente ese aura de elitismo, que casi siempre encubre oscuros intereses. Como dicen los cubanos, creo sinceramente que el talento es el don mejor repartido que hay en el mundo. Pero también que hay formas de cultura a las que hay que acercarse con humidad, porque exigen de nosotros esfuerzos que no todo el mundo está dispuesto a hacer.
-Casi todos los políticos ya sólo hablan de cultura para recordar que es también una industria que genera riqueza económica. ¿Cómo se les explica que claro que sí, pero que ante todo es algo muchísimo más importante?
-Desde que las universidades funcionan como empresas y las administraciones explican el resultado de sus programaciones sólo con números, las calculadoras han sustituido a las ideas en el ámbito de la cultura. No sé si sería capaz de explicarle a políticos que sólo leen dosieres de partido de qué estamos hablando. Y no sé dónde podría hacerlo, porque salvo contadísimas excepciones, jamás los veo en actos literarios, teatros o salas de exposiciones. Jamás.
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