De la elección, el plagio, el afecto y la mirada
Ni Lichtenstein ni Warhol citaron muchas veces sus fuentes. El polémico cartel del SEFF invita a reflexionar sobre la necesaria prudencia antes de acusar de plagio a una obra contemporánea
Hace ahora cien años y cinco meses Marcel Duchamp presentó a una exposición en Nueva York La Fuente, un urinario (comprado en un comercio) que colocó girándolo 90 grados y firmó con un pseudónimo, "Richard Mutt". Si este nombre era el de un personaje de cómic, la obra era un doble plagio: Duchamp no había hecho tal objeto y se había apoderado de un personaje que no era suyo. Nunca se vio la obra: el coordinador de la muestra (no había aún comisarios) le dio la vuelta al panel y, al desmontarse la muestra, La Fuente fue al vertedero. Sí se conocieron sus imágenes y sobre todo, la intención de Duchamp.
En 1955, Robert Rauschenberg expuso grandes lienzos con fotos serigrafiadas. Unas eran suyas, pero las más procedían de revistas ilustradas, publicidad industrial, guías turísticas y libros de historia. Tuvo que trabajar las fotos, al llevarlas a un formato mucho mayor, el que requerían los lienzos. Menor esfuerzo fue el de Andy Warhol, en 1964, con la Brillo Box: cajas idénticas en formato y diseño a las del envase ideado por Steve Harvey que simultaneaba la pintura neoexpresionista con la gráfica comercial. En parecida dirección, Roy Lichtenstein recogía viñetas de cómics y publicidad para llevarlas al lienzo con una técnica, la de los puntos Ben-Day, que recordaba en exceso a la usada por dibujantes y creativos de la época. Por eso no faltaron críticas cuando la Tate Gallery compró en 1965 Whaam, una réplica, poco alterada, de un cómic de Ivr Novick. Ninguno de estos autores citó las fuentes de sus obras.
En 1977, Sherrie Levine fotografía sin alteración alguna las fotos que durante la Gran Depresión tomó Walker Evans de los campesinos pobres de Alabama. No hay diferencia entre las obras de Evans y las de Levine. Ella sí cita la fuente, After Walker Evans, expresión usual para los estudios-replicas de artistas clásicos.
En 1984, Rolando Campos respondió a la invitación del Ayuntamiento de Sevilla (que entonces dedicaba un cartel a la Semana Santa) con un diseño en el que una fotografía a sangre de la cabeza del Cachorro se fundía sobre otras imágenes cofrades. No citó la fuente. Hubo acusaciones de plagio e intentos de boicot. Alguien que sabía qué era el pop art y que Campos trabajaba en esa dirección intervino en el debate recomendando a los indignados que debían "viajar más, leer más y ver más pintura".
Finalmente recordaré una obra de la australiana Tracy Moffat, expuesta por Helga de Alvear en 1999: era una sucesión de fragmentos fílmicos (ninguno suyo) sin detalle de autor ni de la cinta original.
Todos estos casos -y otros que podrían citarse- sugieren que hay que ser prudentes a la hora de calificar de plagio una obra contemporánea. Las intenciones de estas obras son diversas, pero hay un hilo conductor. Lo señaló Duchamp: en el arte, es decisivo el riesgo de la elección. Un viejo problema. Lo experimentó Velázquez al elegir aguadores, mulatas y viejas friendo huevos en vez de limitarse a santos, vírgenes, dioses y héroes. La elección guía también a los artistas pop: sus obras quieren señalarnos nuestra experiencia prosaica y fragmentada. Más potente es la idea de Sherrie Levine: sugiere que lo decisivo no es el fotógrafo sino el campesino que, mostrando su pobreza, posibilita la obra. Finalmente, el trabajo de Tracy Moffat (el más cercano al de María Cañas) pretende ofrecer una síntesis posible de la marejada de imágenes que nos envuelve cada día.
María Cañas, como en otras muchas de sus obras, también aquí ha elegido. ¿Debió citar a Walter Popp como Levine citó a Walker Evans? Creo que sí. Aunque no son comparables sus ejecutorias, debió hacerlo como reconocimiento del diseñador. También por otra razón: para que se apreciaran las sutiles diferencias que hay entre el diseño de Popp y el cartel de María Cañas. Popp trabaja con una imagen del ojo casi naturalista: detalla órbita, globo ocular, párpados y pestañas. María Cañas se centra en el iris y la pupila y los envuelve en una especie de torbellino. En mi opinión es un acierto. Es un modo de decir qué vínculos dinámicos unen mirada y afecto. Algo que tiene mucho que ver con el cine: ¿no despierta ese círculo sin fin la entrada de Angelica Sedara en el salón del príncipe Salina, o el modo en que la señora Edwards acaricia el capote de su cuñado Ethan en Centauros del desierto, o el largo plano final de El tercer hombre, marcando el filo de la contradicción entre Anna Schmidt y Holly Martins? La comparación de ambos diseños deja ese matiz. No convendría pasarlo por alto.
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