Suegro y yerno unidos por la ópera y el piano

Andrés Moreno Mengíbar

27 de mayo 2009 - 05:00

Ciento sesenta y cinco años después de que Ferenç Liszt se presentase ante el público sevillano en aquel desaparecido Teatro Principal (era diciembre de 1844), con un programa en buena parte compuesto por transcripciones, paráfrasis y fantasías sobre temas operísticos, el Teatro de la Maestranza complementa sus representaciones de Tristán e Isolda con un atractivo y brillante programa basado en las adaptaciones de música wagneriana realizadas por el pianista y compositor húngaro. Y una nota más de vínculos sevillanos: el concierto fue en la sala Manuel García. Pues bien, Liszt compuso en 1836 un Rondeau fantastique sur un thème espagnol que no era sino Yo que soy contrabandista de Manuel García, a cuya hija Pauline daba por entonces clases de piano en París.

Hubiera sido un detalle que Óscar Martín hubiese ofrecido esta espectacular pieza como propina, pero ello no le quitó un ápice de mérito a su recital.

Entre las virtudes del pianista sevillano destacaríamos, además de su enorme seguridad técnica, su sentido del color, su capacidad para desplegar sobre el teclado toda una paleta de gradaciones y de tonalidades sonoras. La mano izquierda se mueve con seguridad y hace nacer un registro grave carnoso y redondo, mientras que en el registro superior la mano derecha hace chisporrotear juegos de artificio siempre precisos. Y, en segundo lugar, remarcaríamos su innato sentido del fraseo, la claridad en la exposición de las líneas musicales (gran transparencia) y su sensibilidad a la hora de jugar con el tempo, reteniendo, atacando desde la tensión del silencio, jugando con la expresividad de las pausas.

Con estos medios técnicos y expresivos, Martín dotó de intensidad y profundidad a músicas que en otras manos sonarían más intrascendentes. Buena muestra sería la delicadeza y la matización de la Canción de la Estrella o la procesión nupcial de Lohengrin.

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