Convivir con Murillo
arte | la presidenta de la junta inaugura el martes esta histórica exposición
La 'Virgen de la servilleta', tras doce meses en el taller de restauración del Bellas Artes, revelará sus secretos en la primera muestra del IV Centenario
Sevilla/Huele a maderas nobles, a roble y a pino de Flandes, en el taller de restauración del Bellas Artes. Los cinco lienzos de Murillo que sus expertos han restaurado en el último año comienzan a montarse sobre los marcos para formar parte de la muestra con la que debuta el martes el IV Centenario, dedicada a su trabajo junto a los capuchinos. Son algunas de las obras más amadas del museo, como la Virgen de la servilleta. Se conoce así a la representación de María con su hijo que protagonizó varias leyendas sobre Murillo forjadas en el siglo XIX, inspiradas en el tópico de su buen carácter y difundidas por los viajeros románticos. Una de esas leyendas dice que a Murillo, quien tras enviudar convivió tres años con los capuchinos de Sevilla para realizar el que fue su mayor encargo, un lego le solicitó en el refectorio una imagen de la Virgen para rezarle. Como no tenía materiales a mano, el pintor cogió la servilleta que había usado para la cena, la extendió y comenzó a contornear la cabeza de la Virgen.
A Fuensanta de la Paz, jefa del departamento de restauración del Bellas Artes desde 1998 y la encargada de restaurar la obra, la tradición le parece "preciosa". "Pero aunque en su época el tamaño de las servilletas era mucho mayor al de hoy, la realidad es que Murillo pintó a la Virgen sobre lienzo y usó un tafetán de lino", precisa.
María, con su rostro terrenal, y un Niño Jesús curioso que parece querer salirse del cuadro protagonizan esta obra que, por su pequeño formato y su fama, había sufrido múltiples daños y retoques. "Es la pintura de un genio y por eso ha podido resistir el paso del tiempo y las numerosas restauraciones. La capa de barniz oscurecido cubría una pintura bastante desgastada, sobre todo en los bordes. Pero lo más curioso de la restauración es que hemos revelado una ventana, semejante a la que usó Murillo en las Dos mujeres en una ventana de la National Gallery de Washington, que quedaba oculta por el marco y los repintes", detalla De la Paz. Al aflorar esa ventana podemos apreciar la caída del manto azul de la Virgen de la servilleta sobre el alféizar mientras su hijo, ejecutado con una pincelada más suelta, con más textura y empaste, clava su mirada en el espectador.
Las zonas claras del cuadro, donde usó el blanco de plomo o albayalde, son las que han aguantado mejor. Los pintores del siglo XVII, incluido Murillo, usaban una gama de colores corta pero la sabían manejar magistralmente y ese albayalde con el que obtenía los tonos claros era "el pan de la pintura", según lo definió en su época Antonio Palomino porque, sin él, no se podía pintar. Bermellón, carmín, ocres, tierras y azules (de azurita, esmalte o lapislázuli) resumían la paleta que dio al mundo los grandes tesoros pictóricos del Barroco español.
Ceán Bermúdez usó el calificativo "vaporoso" para referirse a la pintura de Murillo y esa cualidad está presente en la Inmaculada Niña que ejecutó hacia 1668. Con su rostro adolescente, las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos vueltos al cielo, se cree que estaba situada en el coro bajo del convento. La ha restaurado Mercedes Vega Toro, para quien "es la obra más importante que ha pasado por mis manos en los más de 25 años que llevo en este taller. Lo magnífico de restaurar es que, cuando te pones delante del cuadro, aprecias cómo Murillo logró esa atmósfera casi rococó, esos escorzos magníficos de los ángeles y la sensación de que la Virgen se eleva al cielo".
Vega Toro se siente particularmente satisfecha por la recuperación del blanco de la túnica y del azul del manto "que parecía verdoso a simple vista pero donde el pintor había usado azurita, como anticipó el análisis de los pigmentos". Entre los principales problemas que tuvo que abordar estaba el rentelado de la obra de principios del siglo XX, que tenía una costura que la atravesaba por la mitad, justo donde está el rostro de la Virgen. "He procurado hacer la mínima intervención aunque se ha sacado a la luz un grupo de ángeles que estaba muy difuso", dice sobre algunos miembros de esa corte celestial que juegan con libertad mientras portan varios símbolos marianos como el espejo, la palma y la flor de lis.
Vega Toro también se ocupó de San Antonio con el Niño, que hace pareja con San Félix Cantalicio con el Niño, obra cuya puesta a punto asumió Rocío López. "Murillo nunca fue un autor relamido. Aquí se puede ver que con cuatro trazos es capaz de retratar la vejez de San Félix, dándole la vuelta al pincel y usando el cabo para hacer surcos en la barba". Ambos lienzos miden igual y han recuperado su formato original, que no era rectangular sino acabado en un arco. Su limpieza, suave y ligera, revela volúmenes y perspectivas que estaban oscurecidos. Asombran los fondos, casi abstractos.
San Francisco abrazando al Crucifijo, pintado por Murillo entre 1668 y 1669 para las capillas laterales de Capuchinos, capta el momento en que el santo renuncia a los bienes materiales, representados en la bola del mundo, para consagrarse a la religión. Dios corresponde a ese amor descolgando uno de sus brazos de la cruz e inclinándose para confortarlo.
Su restaurador, Alfonso Blanco, cree que, como el resto de la serie, este lienzo fue cortado con un cuchillo cuando llegaron los franceses porque no tiene bordes para clavar. Por eso, cuando lo recuperaron los monjes, lo forraron con una tela de insuficiente anchura y con una costura central que, desde el XIX, estaba muy alterada y que ha sustituido. En cambio, ha dejado como estaba originalmente el texto del libro abierto que sostienen los dos ángeles, donde Murillo escribió en un latín erróneo el pasaje evangélico de Lucas, 14:33 que representa la imagen: "Quien no renuncia a todas las cosas que posee no puede ser mi discípulo".
La carne rosácea de los ángeles contrasta con el tono dorado del cuerpo de Cristo; a la vez, el rostro reposado del Crucificado nada tiene que ver con la mirada tensa y sorprendida del santo, que acaba de renunciar a todo por él. La iluminación tenue de la escena, espléndida tras la restauración, refuerza esa intimidad entre los dos.
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