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'Ventanas cerca de Mireia'. Carlos Rodríguez Crespo. Prólogo de Javier Maqua. Fotografía de Arantxa Oltra. El Garaje Ediciones. Madrid, 2017. 218 págs. 15 euros.
Un barrio de una gran ciudad puede ser un mosaico de vidas aisladas, un repositorio de soledades apenas compartidas, pero también una urdimbre: sentimientos, emociones, éxitos y fracasos solapados que se trenzan y retuercen para crear la imagen detenida de una época, de un momento preciso en el tiempo que cobra pleno sentido únicamente en la historia personal de cada uno de sus habitantes.
En Ventanas cerca de Mireia Carlos Rodríguez Crespo (Madrid, 1971) levanta acta de la confusión y el desasosiego, del miedo y la aventura de vivir en un barrio de Madrid, el de la Concepción, principal protagonista de estas nueve historias con las que el autor da un paso adelante en la literatura e ilumina una senda que seguro propiciará nuevos encuentros. Nos hallamos, por tanto, ante una primera obra que no parece serlo. Puede que a esta madurez inicial haya contribuido la experiencia personal del autor como periodista e investigador de "la narrativa de lo social". Quizás por eso, el lector se encuentra con una voz personal que parece ya bregada en lides previas.
Ya en el certero prólogo de Javier Maqua se nos advierte de que nos encontramos ante un libro poco usual, en el que los límites entre el relato y la novela quedan desdibujados por una suerte de continuidad entre personajes y escenarios que nos hace reflexionar sobre esa capacidad de los espacios públicos y la arquitectura para influir en el carácter, en la psicología y, por qué no, también en el destino de las personas. Nos dan algunas interesantes pistas sobre este influyente marco urbano las hermosas fotografías de Arantxa Oltra que salpican el libro y ayudan al lector a integrarse como parte afectada en estas historias.
Los protagonistas de estos relatos forman parte de una generación que no ha terminado de encontrar su sitio: demasiado jóvenes para participar en la "lucha heroica" por la democracia de la generación anterior, demasiado mayores para sentir un desapego absoluto por la mítica de esa época de la Transición. Como acierta a decir Maqua, esta es la "novela de una generación que se ha quedado sin novela porque el star-system de la cultura de la Postransición guardaba con mano de hierro la entrada al fortín y solo de tanto en tanto consentía (se inventaba) estafas tan inocuas, pijas y prescindibles como la Movida o, más adelante, la generación Nocilla".
Pero Ventanas cerca de Mireia es también una inquietante reflexión sobre los ardides de la memoria, sobre nuestra capacidad personal para huir del destino impuesto por nuestros orígenes y circunstancias. El autor no se expresa demasiado optimista al respecto, parece defender una suerte de estigmatización de la que es difícil desembarazarse, aunque se intente escapar de un futuro previsible: dejar atrás los problemas con el alcohol, la fallidas relaciones sentimentales, los trabajos anodinos, las inquietantes mañanas de domingo al sol. Como en una pesadilla recurrente, la mayoría de los personajes de este libro intentan huir del pasado, aunque irremediablemente regresen a las calles, al parque de terrazas soleadas, a los viejos garitos de su juventud, a las noches de farras y borracheras en las que la amistad era un destello que duraba apenas un segundo, en las que el sexo se convertía en la más certera de las venganzas, contra los demás, contra uno mismo; en las que las drogas abrían las puertas de un laberinto habitado por monstruos conocidos.
El autor acierta con un estilo directo y nos sorprende con atinadas descripciones de ambientes y personajes. A veces se deja llevar por el deseo de reflejar la delirante realidad que convoca a través de largos periodos de enunciados separados por comas en los que el lector está a punto de naufragar, aunque siempre consigue sacarlo a flote y engancharlo con una precisa referencia, con una imagen brillante. No faltan tampoco las irónicas alusiones a autores de los que toma prestado cierto aire en algunos de estos relatos, como es el caso de José Ángel Mañas o Javier Marías.
Carlos Rodríguez Crespo nos invita a ser voyeurs, a mirar por las ventanas de esos altos edificios de ladrillos rojos ennegrecidos por el humo de los coches y el paso del tiempo que conforman la geografía física y sentimental del barrio de la Concepción, a escuchar de cerca los susurros que durante la noche se escapan por el hueco de los patios de luces, a fisgar en las desgracias ajenas, en las pequeñas grandes tragedias de personajes maltratados por la vida que se han negado a sí mismos una segunda oportunidad. Están llenos, sin embargo, estos relatos de un oscuro vitalismo; tienen algo de canto desaforado a la juventud perdida por mucho que esa juventud sea un lugar terrible al que sería mejor no volver.
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