Andalucía bizantina

La profesora Margarita Vallejo explica en un ensayo episodios controvertidos de la dominación de Bizancio en la Península.

Los restos de la Basílica de la Vega del Mar cerca de Marbella ilustran la vitalidad de las comunidades hispano-bizantinas del litoral andaluz.
Los restos de la Basílica de la Vega del Mar cerca de Marbella ilustran la vitalidad de las comunidades hispano-bizantinas del litoral andaluz.
Jaime García Bernal

02 de diciembre 2012 - 05:00

Hispania y Bizancio. Una relación desconocida. Margarita Vallejo Girvés. Madrid, Akal, 2012. 556 págs. 22 euros

El episodio bizantino apenas ocupaba dos renglones en los manuales tradicionales de Historia de España: Justiniano, inspirado en el ideal de renovación del Imperio romano, se lanzó a una campaña de recuperación de sus provincias occidentales que supuso la dominación de la franja litoral de la Península Ibérica que se extendería desde Levante al Estrecho. Y poco más. Si acaso, como despedida del corto siglo griego, se ensalzaba la figura del godo Leovigildo que arrinconó a los imperiales al reducto de Cartagena de donde terminarían por abandonar la península a principios del siglo VII. Pero Bizancio siguió siendo una realidad en Ceuta y sobre todo en las islas Baleares que durante décadas miraron al Exarcado de Rávena. Y el interés de Constantinopla por Hispania había nacido mucho antes de que Narsés alcanzara la península si es que alguna vez lo hizo -hecho que se discute-. Pero sobre todo la historia de los reinos peninsulares después de la caída de Roma no se entiende sin el diálogo permanente con la cultura bizantina, heredera de la legitimidad del Imperio cristiano, cuna de controversias religiosas y vivero de ideologías políticas de las que no fue ajena occidente. Todo lo cual viene al caso de este estudio que pone su foco en el gran Imperio Romano de Oriente para comprender el extremo de occidente, la Hispania de Atanagildo y Recaredo, de Isidoro de Sevilla y del griego Procopio que escribe desde África como secretario del conde Belisario. Un mundo entre dos orillas o, mejor, tres, que la Italia en disputa de los ostrogodos y lombardos juega un papel no menor en el desarrollo interno de los acontecimientos hispanos.

Tal vez sea éste uno de los mayores méritos del novedoso ensayo de Margarita Vallejo. Haber sabido inscribir el dominio bizantino sobre el sur peninsular en el complejo juego de intereses y tensiones entre Constantinopla, Roma y Toledo (capital de la Hispania gothorum), sin olvidar el poderoso reino franco de Austrasia, ni las fronteras orientales de Bizancio cuyos movimientos espasmódicos repercutían indirectamente en la política de los Emperadores sobre el Mediterráneo. El ensanchamiento de horizonte resulta sugestivo -tributario de la lectura atenta de las fuentes siriacas y coptas que vienen a sumarse al corpus de tradición occidental- pero más aún lo es conjugar la escala de lo religioso y de lo político-militar para comprender las inflexiones y sinuosidades que secuencian esta historia desde la llegada al trono de Justino I que supuso el fin del cisma acaciano (519) hasta la caída de Cartago y de las Baleares al final del siglo VII.

La profesora Vallejo, gran conocedora de la iglesia hispana de la tardo-antigüedad, consigue explicar así episodios hasta ahora muy controvertidos de la dominación bizantina peninsular con hipótesis de trabajo fundadas y plausibles. Es el caso de la implicación del Imperio en la disputa entre Hermegildo y su padre el rey Leovigildo. La autora demuestra que los emperadores Tiberio y Mauricio, próximos al credo de Calcedonia simpatizaron en principio con el vástago rebelde (lo que explicaría el viaje de Leandro de Sevilla a Constantinopla en favor de "la fe de los visigodos") aunque luego negociaran con el rey visigodo su neutralidad a cambio de 30.000 sueldos y probablemente la garantía de que el territorio bizantino en Hispania sería respetado. Como también se comprende en clave internacional la posterior conversión al cristianismo de Recaredo bajo el pontificado de Gregorio Magno que actuó como mediador con el Imperio.

El factor religioso fue el aglutinante esencial de las comunidades hispanas que organizadas bajo la autoridad de sus prelados oscilaron entre la obediencia arriana representada, por ejemplo, por la figura del obispo Vicente de Zaragoza y la nicena que Vallejo identifica, entre otros, con el obispo Severo de Málaga cuya inscripción en forma de tablilla se encontró a principios del siglo XX en uno de los desmontes de la Alcazaba de la ciudad. Pero son los hallazgos arqueológicos, en muchos casos con amplio material numismático y litúrgico, los que más han contribuido a renovar el conocimiento de las comunidades niceno-calcedonianas de la Bética y a releer las fuentes epigráficas y literarias en su contexto espacial. El capítulo que dedica la autora a la campaña de Leovigildo en la Bastetania y la Malacitania que tuvieron por objeto cortar las comunicaciones entre Cartagena y Málaga son un ejemplo de este método de trabajo que tan buenos resultados está dando al reciente bizantinismo español. A estas dos ciudades portuarias habría que añadir un tercer polo que ilustra la activa presencia de los griegos en Andalucía, el eje Algeciras-Medina que articuló la resistencia de las ciudades de la orilla gaditana del Estrecho a la expansión de los visigodos. La basílica de la Vega del Mar erigida en el primer tercio del siglo VI y todavía activa en los años de la rebelión de Hermenegildo ilustra la vitalidad de estas comunidades hispano-bizantinas del litoral andaluz que ahora conocemos mejor gracias al estudio ejemplar de Margarita Vallejo.

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