Una encastada corrida de Victorino levanta pasiones
Pepín Liria, épico en su despedida, corta la única oreja y se libra de milagro de ser herido · Ferrera, muy entregado · El Cid, en figura y muy torero, no culmina con la espada una grandiosa faena al que abrió plaza
La Maestranza había sido un funeral en el tramo torista. Lo avisamos ayer: se lo han dejado en bandeja a Victorino. Y el antaño paleto de Galapagar, que viste ahora trajes de corte caro, enseñó sus cartas y apabulló. Cinco toros encastados y una alimaña. O sea, repóquer. Ganó la partida a lo grande. Espectáculo que desató pasiones, algunas incomprensibles, como la de la presidenta, María Isabel Moreno, que ordenó una inmerecida vuelta al ruedo al quinto toro, número 502, Melonito, negro bragado, que había rehusado en varias ocasiones acudir al caballo a una segunda vara.
La corrida de Victorino Martín, justa en trapío, con alguno de los toros tapándose por la cara, con agujas muy respetables, fue encastada, con muchísimos matices y siempre a más. Ninguno hizo una pelea espectacular en varas. Y en la muleta hubo de todo. Pero todos fueron muy exigentes y llegaron con la boca cerrada al final; destacando en su muerte el quinto, que se resistió con bravura a hacerlo, en los mismos medios, con una estocada hasta la bola. Por fin, una corrida con motor, con transmisión, que propició, gracias también a la disposición de una generosa terna -Pepín Liria, Antonio Ferrera y El Cid-, en una gran tarde de toros.
El primer éxito, del que fue más que partícipe Victorino, fue el No hay billetes en festejo de a pie en la preferia. Luego, espectáculo desbordante, con explosiones de tensión y miedo en el ruedo y de emoción en los tendidos. Salió el toro y, aunque el espectáculo duró lo de días anteriores, dos horas y media, se acabaron lo de las pipas, chicles y caramelos.
Pepín Liria, al que el público lo recibió con una cariñosa ovación en su despedida de Sevilla, se fajó ante su lote. Con el que abrió plaza tardó en centrarse para cogerle el aire por el buen pitón derecho, en serie con ligazón que hizo sonar la música. Luego, la faena se difuminó y el murciano no acertó con la espada.
Con el cuarto emergió el legionario Liria, el torero épico. Se libró, milagrosamente, de ser herido en un par de ocasiones. Se fue a chiqueros para una larga cambiada de rodillas a portagayola. El tren, un cárdeno bragado de 515 kilos, lo arrolló. Salió magullado y con la taleguilla hecha añicos. Estuvo a punto de partirle por la mitad. Primer milagro. El torero se levantó y con una casta indómita lanceó de manera vibrante con parte del público de pie, aplaudiendo de manera enloquecida. Después, esparadrapo gigante para evitar el destrozo de la taleguilla. Brindis al público en su adiós. Gran ovación. Y épica. En la faena, entonada por ambas manos, llegó el ¡huy! en una colada. La música sonó cuando ya había pasado el momento álgido de una tanda con ligazón con la diestra. Nuevo gañafón por ese pitón y cogida espectacular en la que vuela y cuando cae, el toro le prende y a punto está de herirle en la cabeza. En la refriega, el diestro cayó boca abajo y quite de un banderillero, sujetando la cabeza del toro, emulando a los forcados. Segundo milagro. Una estocada en los medios le valió un trofeo. La presidenta no se dejó llevar por la emoción desbordada y se negó a conceder la segunda oreja. El público le hizo dar dos vueltas a Pepín y la usía recibió una bronca de órdago.
Antonio Ferrera estuvo muy voluntarioso y no siempre acertado. Con el segundo anduvo embarullado con el capote y arriesgó en banderillas, fundamentalmente en un inquietante par por los adentros. Con la muleta, cumplió.
Ante el quinto, con mucha gasolina en la muleta, pasó apuros en un par de ocasiones a la salida de los pares, en uno de ellos con un quite oportunísimo de Liria. Con la muleta estuvo muy firme, brillando con la izquierda, aunque en algunos momentos forzó en exceso la figura. No mató a la primera y ganó una merecida vuelta al ruedo. La presidenta ordenó el injusto premio de la vuelta al ruedo y las broncas durante el arrastre del victorino y después de la vuelta al anillo del torero fueron de órdago.
El Cid, que cerraba terna, fue quien mejor toreó. Estuvo en figura máxima del toreo. A su primero, con un buen pitón izquierdo y que se quedaba corto por el derecho, lo toreó magníficamente, con temple y suavidad. Sacó al toro con dos trincherillas y algún otro pase, apuntando a lo grande. Y en los medios, metió de inmediato en la canasta al toro, al público y a la banda de Tejera. Con una buena colocación, los naturales floreciendo con sutilidad. Los hubo de todos los colores. Y los pases de pecho, largos y hondos. Como si el animal, que había sido muy exigente, fuera ya un torito comercial, El Cid se entretuvo en trincherillas con arte. Con la derecha tiró muy bien del astado, con ligeros toques. La obra en su conjunto fue excelsa, pero El Cid pinchó y pinchó y se le esfumó el premio, que pudo ser doble.
Con la alimaña del encierro, el sexto, con la que era imposible el lucimiento artístico, El Cid se justificó con creces, con la responsabilidad de una máxima figura.
Gracias a la pólvora de los victorinos y la batalla de tres toreros dispuestos, el público salió hablando de toros. Al fin, el espectáculo.
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