Perdóname por mi pecado
La Sevilla del guiri
EN este artículo sobre el aborto quiero dejar a un lado a los niños abortados, cuyas almas, me gustaría creer, están en paz, para enfocarme en sus padres, los verdugos, marcados de por vida por tomar una decisión, si no exactamente sin pensar, sin profundizar, y animados por la ley, la política y la coyuntura moral.
Mientras trabajaba como profesor de Redacción en EEUU, un día, harto de los ensayos sin vida ni pasión que me estaban entregando mis alumnos mayoritariamente de 18, 19 y 20 años, les solté, de todo corazón, lo siguiente:
"Cuando tenía vuestra edad y estudiaba en la universidad, mi entonces novia se quedó embarazada. Hasta el momento de la mala noticia, ambos nos enorgullecíamos de proceder de familias tradicionales y religiosas. En cualquier debate o discusión sobre ética, política o moral, siempre defendíamos acérrimamente nuestra posición conservadora, reservando especial entusiasmo por los derechos de los no nacidos. El aborto nos parecía un acto estremecedor. ¿Cómo podía una madre, o incluso un padre, condenar a su propia carne y sangre a la muerte?
De repente, lo comprendimos. No era el momento de tener un hijo. Tendríamos que interrumpir nuestros estudios para criarlo, aunque esto fuera una mentira que nos hicimos creer totalmente. Nos autoengañamos pensando que, cuando un día tuviéramos un hijo, nos gustaría estar bien establecidos en nuestras profesiones, con una casa y ahorros, para dar a nuestro hijo todo lo que mereciera.
La contradicción de nuestra lógica - que este niño, el ya concebido, no merecía ni siquiera la vida- no nos entró en la cabeza. Como casi todos aquellos que acaban tomando semejante decisión, logramos convencer a nuestras conciencias de que no estábamos eludiendo nuestro deber ni, según nuestras creencias, cometiendo un crimen, sino haciendo lo responsable y lo desinteresado.
Debería decir que casi logramos convencer a nuestras conciencias. En realidad, mi novia y yo apenas hablamos del asunto. Simplemente fuimos siguiendo los pasos. Hice el papel de novio comprensivo, no intentando persuadirla en un sentido u otro. Ese papel nos sacó de algunos apuros y nos facilitó llevar al cabo el aborto en sí.
En EEUU en 1989, el aborto nos costó dos citas con el médico -dos descansos de estudio- y 90 dólares, pagados, como todo lo que se nos antojaba en la universidad, por nuestros padres que nunca nos preguntaban para que necesitábamos el dinero.
El día del aborto, mi novia se mantuvo fuerte durante la intervención, pero se desmayó al salir de la clínica y tuve que llevarla en brazos a su flamante coche deportivo, un regalo de sus padres al comenzar el semestre por haber sido siempre una hija ejemplar.
Me despisté de vuelta al campus y una mujer policía me pilló yendo a contramano por una calle de sentido único. Le dije que no había visto la señal, y riéndose, le dijo a su compañero: "¡Un universitario que no sabe leer!"
Lo que realmente no sabía este universitario era algo aún más vergonzoso. No sabía quién era, aparte de un farsante y un asesino. En cuanto a cómo se sintió ella, a la que cargué con toda la responsabilidad de la decisión, nunca lo supe, pero seguro que peor que yo.
Al llegar al campus, dejé sola a mi novia en su residencia y me fui de juerga con mis colegas, cogiendo una borrachera tremenda. Esa misma fiesta se utilizó como excusa para sacar las fotos del anuario. No las recuerdo, pero allí están, mostrándome congelado en el momento más bajo de mi vida, aparentemente disfrutando.
Juramos mi novia y yo al día siguiente que compensaríamos el mal que habíamos hecho y sellamos nuestro amor para siempre pero, después de un año y medio cargado de peleas, tensiones, celos y carencia de deseo físico, situaciones y sensaciones nunca experimentadas antes del aborto, nos separamos. Ya sabíamos que no podíamos compensar lo que hicimos, sólo vivir con ello.
Allí mismo corté mi historia, me quedé quieto durante algunos minutos en el silencio atónito de mis alumnos y, después, les exigí que por favor me entregaran ensayos que mostraran algún afán de revelarse y por lo tanto comprenderse mejor a ellos mismos.
La semana siguiente recibí de esa clase de 30 alumnos, cuatro redacciones sobre abortos, todas escritas por mujeres y expresando un arrepentimiento insoportable. Para una de las autoras, su ensayo no fue suficiente. Se me acercó después de clase para enseñarme el tatuaje que tenía en el brazo de un Cristo crucificado con la leyenda debajo: "Forgive me for my sin" (Perdóname por mi pecado). Aún ahora, al escribir sobre aquel momento, tengo que reprimir las ganas de llorar.
En semestres posteriores, utilizando esta misma táctica pedagógica, llegué a conocer a mujeres abrumadas por pesadillas en las que revivían una y otra vez sus abortos, otras que tuvieron que dejar de estudiar y trabajar durante meses por depresiones paralizantes, una que intentó incluso suicidarse para aliviarse del pesar y otra que acabó odiando a su propia madre porque había conseguido que, contra su voluntad, abortara.
Somos una multitud, víctimas de nuestra falta de valentía, espíritu e integridad, pero también de una ley, supuestamente promulgada por el bien de la mujer y la sociedad, pero que de hecho somete, reprime y, a veces, suprime nuestra humanidad.
Mi ex novia y yo, hijos buenos, bien formados intelectualmente y educados en unos valores tradicionales en los que realmente creíamos, en el momento de la verdad, con 21 años, supuestos adultos, no tuvimos el carácter de ser consecuentes y así salvarnos de nosotros mismos. En la España de hoy en día, todos sabemos lo fácil que es que niños, ya sean en sentido figurado o literal, aborten a sus niños y, por lo tanto, sufran durante el resto de sus días una amargura sórdida y atormentante.
O no. Supongo que están aquéllos que, después de su crimen, creen que han hecho lo que hubiera hecho cualquiera en su misma situación y, por lo tanto, que han actuado correctamente. Quizás sea verdad que casi cualquiera hubiera hecho lo mismo. Lo fácil siempre nos atrae, pero también es verdad que, para realizarnos como seres humanos en el sentido más pleno y noble del término, la vida nos exige casi siempre el camino más difícil.
En cuanto a aquéllos que ya hemos elegido el camino más fácil, no hay marcha atrás. Nunca jamás lograremos olvidar lo que hemos consentido y si consiguiéramos olvidarlo, no quiero pensar en las barbaridades de las que seríamos capaces.
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