El cardenal SeguraLa púrpura irreductible
El sacerdote Carlos Ros repasa en un libro la vida de este Príncipe de la Iglesia, que tuvo sonadas polémicas con la República, Franco y hasta con la curia romana.
Más allá de ser el cardenal que prohibió el baile agarrao, las fiestas y los baños en la playa, monseñor Pedro Segura y Sáenz se ha de recordar como un personaje clave para entender la historia de España durante buena parte del siglo XX. Así se desprende del libro escrito por el sacerdote Carlos Ros, Pedro Segura y Sáenz, semblanza de un Cardenal selvático, publicado recientemente. Una obra que bebe de innumerables fuentes y en la que se desvelan aspectos poco conocidos sobre la vida de este Príncipe de la Iglesia. Uno de los más polémicos y que en su día protagonizó un enfrentamiento con el nuncio Tedeschini es el que concierne al hijo secreto que tuvo, siendo obispo auxiliar de Valladolid, con la que acabaría siendo años después su cuñada, Josefa Ferns, quien, por cierto, fue bautizada en la iglesia sevillana de San Isidoro.
"Es un libro polémico", reconoce Ros, cuya bibliografía consta de más de 70 obras. "Las editoriales religiosas lo rechazaron por el contenido, no por las formas. Las otras lo descartaron por no ser generalista. Finalmente decidí publicarlo por mi cuenta con una edición limitada", explica el autor. El adjetivo de "selvático" que emplea en el título se lo otorgó Diego Martínez Barrios, sevillano que llegó a desempeñar el cargo de presidente de la República. Fue en este periodo político cuando el cardenal se enfrenta a uno de los momentos más complicados de su vida al verse forzado a un exilio del que hizo responsable a Tedeschini y Ángel Herrera Oria, director del periódico El Debate y nombrado posteriormente obispo de Málaga. Precisamente fue el nuncio Tedeschini el que lo había aupado años atrás a la sede primada de Toledo. Segura se convertía en Príncipe de la Iglesia a la edad de 47 años, un ascenso fulminante en el que mucho había influido su labor apostólica en la deprimida región de las Hurdes (cuando fue obispo de Coria), a raíz de la cual entabló una estrecha relación con Alfonso XIII, al quien se mantendrá "leal" -en palabras de Ros- cuando se declare el estado republicano.
¿Se le subió a monseñor Segura demasiado pronto a la cabeza la púrpura? "Él se sintió desde entonces Príncipe de la Iglesia y ejerció como tal", explica el autor de la obra, quien, no obstante, reconoce que sus criterios nunca fueron los mismos, lo que evidencia que se trata de un personaje "complicado" y muy imprevisible. Sirvan dos banquetes para demostrarlo. Uno de ellos tiene lugar a su llegada a Toledo, en la recepción que le brinda Alfonso XIII y en la que no le importa ocupar un cuarto puesto en el protocolo de la celebración pese a su condición cardenalicia. Una cesión que no estuvo dispuesto a aceptar cuando en 1948, tras la inauguración del monumento al Sagrado Corazón en San Juan de Aznalfarache, el Gobierno de Franco se vio obligado a suspender el banquete posterior al negarse Segura a que Carmen Polo, mujer del caudillo -cargo que Su Eminencia en una sabatina definió como "jefe de ladrones"- ocupara el puesto del purpurado junto al Generalísimo. Ante tal tesitura, el prelado propuso tres soluciones: que la "señora" del Jefe de Estado no acudiera al banquete, que no asistiera él o que no se celebrara. Finalmente se optó por la última.
Frente al Segura polémico y de moral conservadora se encuentra el cardenal de las obras de caridad y misericordia. En ambas conductas gana muchos adeptos y puede decirse que hasta devotos. A su labor en las Hurdes, fruto de la cual se crea un patronato para regenerar una de las zonas más deprimidas de Europa, se suma el rescate de los curas vascos -afines a la causa nacionalista- presos en la antigua cárcel de Carmona tras la Guerra Civil. Este Príncipe de la Iglesia se las ingenió para que obtuvieran la libertad -pese a que los sacerdotes se encontraban en las antípodas de su pensamiento ideológico- mediante los trabajos que desempeñaron en diversas diócesis, siempre que no fueran las del País Vasco y Navarra. Para ello, se valió de una ley promulgada en 1937 que concedía el derecho al trabajo a los prisioneros de guerra y presos por delitos no comunes. "Que se rediman los curas vascos de su pena trabajando como curas", exclamó el prelado hispalense. Uno de estos sacerdotes, Ángel Urcelay, acabó con el tiempo dirigiendo la Escolanía Virgen de los Reyes que acompaña a los Seises, mientras que Santos Arana fue párroco de San Julián.
Los últimos capítulos del libro tratan el relevo en la archidiócesis sevillana con la llegada de monseñor Bueno Monreal, una sucesión que Ros califica como "asalto al poder", para lo que el nuncio Antoniutti -con el apoyo de Pío XII- aprovechó la peregrinación de Segura a Roma con motivo de la proclamación de la Realeza de María. "No hubo convivencia con el arzobispo coadjutor, que se queda a vivir en San Telmo, antiguo seminario. En los últimos días del cardenal, sus sobrinos se niegan a que Bueno Monreal lo visite", recuerda Ros, quien reconoce que Segura se volvió al final de su vida "un obsesivo" con todo.
Especial mención merece el apartado dedicado a Pepita Ferns, a quien Segura conoce cuando era obispo auxiliar de Valladolid y que luego casaría con el único hermano soltero del cardenal, que regentaba una tienda de ultramarinos en Madrid. La relación del cardenal con su cuñada originó un proceso apostólico que inició el nuncio Tedeschini como revancha -aunque el término no sea muy cristiano- por los intentos del entonces primado de Toledo de hacer llegar a Roma las habladurías que corrían por Madrid sobre las galanterías del italiano con varias señoras, comentarios surgidos a raíz de un atentado fallido en la Casa de Campo contra el nuncio. El libro desvela que el sobrino mayor del cardenal, Santiago Segura, fue realmente su hijo, fruto de la relación que mantuvo con Ferns, cuyo matrimonio con el hermano del prelado (mucho mayor que ella) se acuerda poco después. Santiago Segura vivió hasta la muerte del cardenal bajo su custodia y ejerció de abogado. Se encargó de la defensa del militar Jaime Milans del Bosch tras el intento de golpe de Estado del 23-F.
"Segura nació varios siglos tarde. Era, sin duda, un hombre de Iglesia, pero para la época de las Cruzadas o de Trento", refiere el autor del libro, quien acaba esta amplia semblanza recordando una frase del actual Papa Francisco: "La Iglesia no está en el mundo para condenar". Una indicación que aquel prelado hispalense nunca hubiera aceptado. "Segura, ese cardenal selvático e irreductible, no lo entendió así. Y así le fue".
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