El niño malo que buscaba su identidad
El psiquiatra tuvo una infancia complicada pero pudo superar el fracaso escolar y encauzar su carrera Con 24 años optó por emigrar a EEUU, donde logró entenderse a sí mismo y triunfar
EL 15 de junio de 1968 la familia de Luis Rojas Marcos de la Viesca se desplazó a Madrid cargada de regalos para despedir a un médico de 24 años recién licenciado que emigró a Estados Unidos, despistado y sin más nociones del idioma que un libro que compró en el aeropuerto y que se titulaba Aprenda inglés en un mes. El psiquiatra, que tardó dos años en lograr entender y que le entendieran en Nueva York, relata habitualmente en sus conferencias esta anécdota, verídica y que retrata gráficamente la situación de emigrante bastante perdido que necesitaba encontrar su identidad.
Salir de Sevilla le sentaba bien y ya había podido experimentarlo cuando iba de vacaciones al Valle de Liendo, en la Cantabria natal de su madre, María del Pilar. Y en Francia, donde intentó sin éxito aprender francés más de un verano. Luis Rojas Marcos era un niño malo y difícil de soportar, un rabo de lagartija. Éstos al menos eran los comentarios que hoy todavía recuerda y que no le sirvieron precisamente para ganar autoestima en su infancia. Creció en una familia acomodada de Sevilla, a la que escandalizaba cuando con 5 ó 6 años saltaba desde la azotea a los tejados del vecindario hasta ser sorprendido. Sus travesuras no hacían gracia a nadie, sobre todo a su padre, Alejandro, que era sevillano. Y con el tiempo, hasta él comenzó a preocuparse cuando con 9 años acabó en el cuartelillo, en la perrera le decían, tras prender fuego al monte.
Ir al colegio en los 50 era un privilegio para pocos del que él disfrutó, pero los libros no se le daban nada bien. Su madre solía decir que la música amansaba a las fieras y se empeñó en que tocara el piano porque creía que tenía buen oído y que sería una vía de escape alternativa a la delincuencia, debió pensar. Le puso una profesora que no aguantó ni un día y se fue hasta sin cobrar, recuerda con humor el psiquiatra, que tampoco soportó la presión que ejercían en él los jesuitas del colegio Portaceli, del que fue expulsado a los 14 años por sus continuos fracasos tras pasar varios años en la banca negra de la última fila. Antes de ponerle a que aprendiera un oficio, sus padres decidieron darle una segunda oportunidad en un colegio para cateados, que se decía entonces, y fue a parar al Santo Ángel de la calle Fabiola.
Luis Rojas Marcos ha tenido varios ángeles que le han ido guiando en su vida, o al menos eso cree. El primero fue su madre, la única que sonreía en casa sus travesuras y la que, de alguna manera, le inoculó la vocación por la medicina. Ella le contaba las historias de su padre, un médico rural que dejaba un real debajo de la almohada de los pacientes que veía necesitados. El psiquiatra no llegó a conocer a su abuelo Miguel, pero admite que le entusiasmó eso de ser una especie de rey mago.
A otro de sus ángeles lo encontró en ese nuevo colegio laico. Doña Lolina, a quien recuerda rubia y con carmín rojo en los labios, vio en él algo recuperable y le ordenó sentarse siempre en primera fila. El psiquiatra explica en sus conferencias que esa mujer, sin saberlo, porque ni siquiera él lo sabía, le administró un tratamiento para curar su inquietud, que resultó ser una enfermedad que hoy se diagnostica: el TDAH o trastorno de hiperactividad. La directora le decía que cuando se sintiera el "furbuchi", curiosa palabra, pidiera permiso para salir de clase. Y el método funcionó y aprobó el bachillerato, eso sí, raspadillo.
La infancia y adolescencia del hoy prestigioso psiquiatra no fueron fáciles. Él admite que lo pasó muy mal. No era un niño malo, simplemente tenía problemas. Pero el entorno familiar y social tampoco le acompañaba demasiado. El médico recuerda cómo tener un padre de derechas y un hermano de izquierdas no le venía nada bien a la gastritis que ya sufría siendo un niño de 10 años. Y también que salía de nazareno en 3 ó 4 cofradías en Semana Santa porque se sentía culpable de sus travesuras y pensaba que Dios tendría que hacer algo por él.
La vida comenzó a cambiarle con los primeros aprobados y sus pinitos en el mundo de la música. Con 15 años formó parte del que hoy se recuerda en Sevilla como uno de los primeros grupos de rock andaluz. Entonces Luis Rojas Marcos era Josele, el batería del cuarteto Yungay, que ensayaba en su casa de la calle Conde de Ybarra para poder debutar en el cine Florida y tocar en la radio local, según cuenta el periodista Antonio Burgos, que es el autor de canciones célebres del cuarteto. Uno de sus compañeros de estudios y de grupo era Jesús Domínguez Adame, guitarrista. Carlos Olmos tocaba el contrabajo y el cantante era Manolo Fombuena, que fue senador de UCD. La batería era el instrumento perfecto para liberar su estrés y, además, le ayudaba a ligar, a subir su autoestima y, a la vez, a estudiar cada vez más. Y así logró acabar su carrera de Medicina en la Universidad de Sevilla, a base de noches intensivas de estudio con ocho o nueve cocacolas y algunas pastillas de centramina encima, como otros muchos estudiantes.
Antes de cruzar el charco tuvo que hacer la mili para poder salir de España. Cuando llegó a Nueva York no había puesto ni una inyección intravenosa. Todo lo que sabía era teoría, pero allí la Medicina era mucho más práctica y tuvo que seguir aprendiendo. Era fácil porque en esa sociedad, al contrario que en la española, preguntar e incluso admitir que no sabía algo no se castigaba.
De sus primeros años en el hospital Good Samaritan guarda miles de anécdotas que tienen que ver con sus dificultades para entender el idioma, y aún más en un entorno científico. En Nueva York es el doctor Marcos, pues pronunciar Rojas resulta muy complicado para los americanos. Allí pasó sus primeros años haciendo muchas guardias. Recuerda que había meses que sólo dormía en casa tres o cuatro días. Era su forma de aprender: trabajar y trabajar. Eso hacía además que cayera bien a todo el mundo y que él se sintiera cada vez mejor. Le iba muy bien cuando en 1969 decidió estudiar Psiquiatría. Años después, cuando estaba haciendo su residencia, una profesora le descubrió la TDAH, un trastorno en el que se identificó y que no empezó a denominarse así hasta que no se diagnosticó por primera vez en 1994. Luis Rojas Marcos no era un niño malo, sino hiperactivo. Tiene cuatro hijos: Laura (psiquiatra y ensayista como él), Bruno, Carolena y Joseph, en el que se ve reflejado ahora, tal vez como su madre se sintió reflejada en él.
Antes de ejercer como psiquiatra fue a uno de estos especialistas, pues conocerse a sí mismo era una condición para que su praxis fuera luego la mejor. Y eso también le ayudó a encontrar su identidad y a progresar cada día más. De hecho, en 1977 su universidad, la de Nueva York, se asoció con un hospital del sur de Manhattan, en Chinatown, para enfermedades mentales y fue designado director. Él ya había destacado y sido premiado por sus investigaciones con inmigrantes enfermos mentales, y de hecho había publicado en revistas científicas de primer nivel. Pero no cree que lo eligieran por ser el más listo, sino por ser el más trabajador, ser buena persona y tener capacidad para relacionarse con todos y afrontar las adversidades.
Estas cualidades le han permitido tener en su trayectoria encuentros providenciales. A principios de los 80 conoció al entonces alcalde de Nueva York, Edward Koch, que creyó en él y lo nombró director de los servicios psiquiátricos de la red de hospitales públicos de la ciudad. Ahí empezó su consolidada carrera. Una década después, otro alcalde, David Dinkins, lo designó máximo responsable de los servicios municipales de salud mental, alcoholismo y drogas y logró financiar programas pioneros para comunidades inmigrantes, además de otros para prevenir la violencia en las aulas. Y siendo Rudolph Giuliani alcalde en 1995 Rojas Marcos llegó a lo más alto en la sanidad neoyorquina, como presidente ejecutivo del sistema de sanidad y hospitales públicos, una gestión que desarrolló con matrícula de honor en el que fue el mandato más largo de la historia de dicho sistema: seis años y medio.
Precisamente al final de esta etapa vivió muy de cerca el atentado de las Torres Gemelas, un trauma que también tuvo que superar. Cuenta que salvó su vida de milagro: una oportuna llamada de teléfono lo obligó a refugiarse en otro edificio, fuera de la zona, porque no había cobertura, minutos antes de que las torres se desplomaran y sepultaran a los bomberos, con quienes estaba.
Si hubo un tiempo en el que fue el hermano de Alejandro Rojas Marcos, el histórico líder andalucista y ex alcalde de Sevilla, hubo otro en que Alejandro pasó a ser el hermano de Luis (y de Pilar y Margarita). El político y el psiquiatra, el bueno y el malo, según el ex edil, que se resiste a hablar si no es off the record del médico para no romper la fórmula mágica que les permite mantener una entrañable relación fuera de todos los focos. Prueba de ello, y esto sí lo ha contado en público, es que el día después de la tragedia del 11-S cogió el primer avión que pudo y se presentó en casa de su hermano, sin avisar, porque no podía resistir estar ni un solo minuto más sin saber nada de él. Probablemente el inmenso abrazo en el que se fundieron tras abrir la puerta es uno de los momentos más emotivos que ambos han vivido.
Dice el psiquiatra que hablar es bueno para la mente porque ayuda a rebajar la tensión emocional al codificar los sentimientos en palabras. Y, como dice su buen amigo y cardiólogo Valentín Fuster, también para el corazón. Y que tener empatía con quienes rodean a uno ayuda a vivir mejor y a superar las adversidades. Él en su vida ya ha pasado por algunas, como la muerte de sus padres y su hermana Pilar, que consideraba su gemela, pues se llevaban menos de un año, o un divorcio hace más de 30 años, una crisis que le sirvió para canalizar su trabajo con un enfoque más eficiente.
Optimista y vital, agradece la suerte de ser emigrante y, después de más de 45 años en Estados Unidos, poder ir y venir a España con frecuencia gracias a las invitaciones de conferencias y foros que recibe "y los puntos de Iberia", suele repetir con el humor y la destreza del mejor monologuista.
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