Siarum y la agonía del patrimonio arqueológico rural
Tribuna de opinión
El uso de maquinaria pesada en el campo, el abandono de los yacimientos, el expolio y el vandalismo merman la riqueza arqueológica de los municipios del valle del Guadalquivir.
CUANDO George Edward Bonsor, en Carmona -don Jorge-, llegó a nuestro valle del Guadalquivir, la comarca de los Alcores y el Corbones, el Aljarafe, las sierras de Morón y Estepa, la Vega, las campiñas de Osuna y Marchena o de Utrera y El Coronil eran un inmenso paraíso de arqueología durmiente. Durante siglos, al mismo tiempo que se depredaban para nuevos usos los materiales de las ruinas superficiales, los trigos y olivares de nuestra agricultura tradicional no fueron especialmente agresivos con la destrucción del patrimonio arqueológico. De vez en cuando, los arados se enganchaban con obstáculos ocultos del terreno en forma de sillares u otros elementos constructivos, que la práctica agrícola retiraba para depositarlos en las lindes de la finca, porque en el día a día del campo una misma piedra nunca debía estorbar dos veces.
Sin embargo, la segunda mitad del siglo XX nos trajo la desaparición de esta agricultura tradicional y su sustitución por otras formas intensivas de trabajar la tierra, basadas en el uso de la maquinaria pesada. El laboreo del tractor y la masiva nivelación de fincas han propiciado un irreversible impacto depredador sobre las estructuras estratigráficas subyacentes y la consiguiente pérdida de valor científico en infinidad de yacimientos. A pesar de la proliferación de catálogos y cartas arqueológicas que establecen una precisa identificación de localizaciones, y del establecimiento normativo de cautelas sobre las mismas, en la práctica, y en las últimas décadas, hemos asistido a una considerable mutilación de gran parte del patrimonio arqueológico no intervenido en el entorno rural sevillano.
En la comarca del Bajo Guadalquivir los ejemplos de esta destrucción se amontonan. A mediados de los sesenta, durante la construcción del pueblo de colonización de Maribáñez (Los Palacios y Villafranca), fue literalmente arrancada desde sus cimientos una importantísima villa romana de considerable monumentalidad. Cerca de este lugar pero ya en los años ochenta, en el cortijo del Arenoso (acueducto de San Juan), volvió a repetirse esta situación con un enorme complejo romano formado por villa, hornos e instalaciones industriales, cuyos muros y cimentaciones radicalmente extirpados se acumulan ahora como estériles escombros en las cunetas de la carretera.
También por estas fechas, pero como caso radicalmente distinto, podríamos reseñar la frustrante excavación de la ciudad de Orippo, cuyo estudio y destrucción se simultaneó durante la urbanización del polígono industrial Carretera de la Isla (Dos Hermanas). Los arqueólogos asistieron impotentes al imparable trabajo de la maquinaria y a la salvaje depredación del expolio, anotando en sus informes referencias tan gráficas como ésta: "Desgraciadamente, durante la fiesta del 15 de agosto de 1980 (…) los clandestinos se cebaron en el yacimiento y robaron todas las ánforas, rompiendo los niveles excavados y destruyendo dos de los testigos transversales (…). Destruyeron, asimismo, los arquillos del caldarium, el canalillo central del desagüe y el colector, llevándose diverso material constructivo y destrozando el trabajo de semanas de excavación. En la mañana del 16 de agosto, lo que quedaba de las termas era irreconocible" (Fernández Gómez, Fernando et al. 1997).
Si todos los elementos patrimoniales son frágiles por definición, en el caso del patrimonio arqueológico esta vulnerabilidad se padece por partida doble: la cada vez más ineficaz conservación preventiva de las estructuras arqueológicas subyacentes frente a los usos y tecnologías de la agricultura actual, y la problemática conservación física de los elementos excavados en superficie, que sucumben al abandono, al expolio y al vandalismo. Hay algo que no estamos entendiendo respecto a la tutela de estos yacimientos no excavados. El inevitable argumento de la carencia de recursos económicos para su estudio podría utilizarse para asumir una circunstancial falta de intervenciones programadas sobre los mismos, pero no para consentir por inercia que desaparezcan como lo que patrimonialmente son: reservas científicas históricas.
Desde los tiempos de Rodrigo Caro, el yacimiento de la ciudad turdetano-romana de Siarum (El Palmar de Troya, Utrera) nos ha aportado infinidad de hallazgos causales con variedad de material constructivo, epigráfico, cerámico y escultórico de gran calidad. Además de los restos emergentes de lo que deben ser sus murallas urbanas, la simple inspección visual de los materiales superficiales destrozados por las roturaciones agrícolas nos evidencia la potencia constructiva del yacimiento, con abundancia de mármoles de importación, muros estucados y pavimentos variados, que aparecen a escasos cincuenta centímetros de la superficie cada vez que se hace una zanja. El enclave arqueológico se extiende entre el oppidum fundacional, donde se encuentra la excepcional construcción medieval de la Torre del Águila (siglo XIV), igualmente abandonada a su suerte y víctima reiterada del robo de cantería, y el asentamiento parcelario de La Cañada, que debe corresponder a la expansión de la ciudad romana.
En 2012 se produjo la extracción ilícita de una escultura completa de cuerpo togado, una columna de mármol y una piedra de molino, que fueron rescatadas diligentemente por la Guardia Civil de su más que probable venta clandestina. Aunque muy mutilada por una reutilización antigua como dintel constructivo, en 1987 se recuperó el cuerpo de una interesante dama ibérica oferente y son conocidas varias esculturas animalísticas de leones y carneros. También, en 1982, el tractor sacó del subsuelo dos fragmentos de placas legislativas de bronce conocidas como Tabula Siarensis, y son muy abundantes los restos epigráficos en los que se hace referencia al levantamiento de edificios públicos y a embellecimientos urbanos. En 2004, la universidad británica de Southampton realizó un estudio de catas radiomagnéticas que delimitó el yacimiento y detectó la presencia de urbanismo reticular, murallas, cisternas y necrópolis.
Pues este excepcional enclave arqueológico no intervenido, al igual que tantos otros desperdigados por nuestro entorno rural, perfectamente conocido y documentado desde antiguo y en teoría, que no en la práctica, protegido por la legislación patrimonial, está siendo sistemáticamente depredado por la continua roturación agrícola y por la proliferación de parcelaciones rústicas, sin que las servidumbres cautelares de preservación estén evitando la irreversible destrucción de su potencialidad científica.
Aquel confiado letargo que respetaron los trigos y olivares de nuestra agricultura tradicional ya no es posible en el campo de hoy, por lo que la salvaguarda de este tipo de yacimientos requiere que las normativas de protección no se conviertan en rutinarios y pasivos formalismos para solventar expedientes administrativos, sino en medidas expeditivas aplicadas sistemáticamente con firmeza, rigurosidad y verificación. No se trata de plantearse excavaciones generalizadas para las que nunca habrá recursos suficientes, ni convertir todo yacimiento excavado en espacios visitables que después no vamos a poder conservar, pero sí se trata, al menos, de garantizar el cumplimiento de nuestras responsabilidades patrimoniales respecto a la transmisión del valor científico de estos emplazamientos históricos a las generaciones futuras, o lo que es lo mismo, algo tan básico como cumplir la Ley. De mantenerse la dinámica actual, cuando algún día se intervenga en Siarum seguramente nos producirá la misma frustración que lo ocurrido con el yacimiento de la ciudad de Orippo.
Por cierto, y aunque resulte desalentador como alegoría, según aquellos arqueólogos "algunas de las ánforas (que fueron robadas de la excavación) serían localizadas, días más tarde, en un bar de alterne de la carretera, donde servían como lámparas con una bombilla roja colocada en su interior".
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