Sevilla en una bota
Los bodegueros afrontan la vendimia con una uva de excelente calidad que permitirá incrementar la producción Tras innovar y abrirse a otros mercados, el reto es lograr una mayor distribución de unos caldos poco reconocidos

El calor de septiembre se pega aún a la ropa cuando José María Gallego-Góngora, séptima generación de una familia de viticultores asentada en Villanueva del Ariscal hace ahora 331 años, espera a la visita acompañado por su hijo Ignacio para iniciar el recorrido por la bodega. Nada más dejar atrás el albero del patio de la Hacienda Pata de Hierro los olores de la vendimia desbordan los sentidos y viajar hacia atrás resulta más fácil. La primera imagen es la de la bodega del 126, por el número de botas cargadas ahora de vino blanco. Cada una tiene nombre y también alma, envuelta en roble americano y que hace que los vinos que allí se producen sean únicos. Y, en este caso, por las características del clima y del terreno, de excelente calidad.
El presidente de Bodegas Góngoras, de las más antiguas de la provincia, se maravilla de la capacidad de franceses, italianos y hasta ingleses para vender como golosinas en restaurantes vinos de la tierra que, a veces, no llegan ni a la altura del zapato del peor mosto de aquí. "Esto podría ser la Toscana de España", apunta el bodeguero. Al margen de la destrucción del paisaje que ha sufrido la comarca del Aljarafe, por un urbanismo desmesurado, él se refiere a la pérdida de suelos muy propicios para el cultivo de la vid, tierra albariza como las del marco de Jerez, que no se han sabido explotar con mayor ambición. Hoy apenas hay una veintena de bodegas que producen vinos, algunos de premio, con identidad sevillana, y que suelen apreciarse más fuera que dentro. De hecho, el 30% de la producción se exporta, a veces, a países tan exóticos como Benin. También a Costa de Marfil, Nueva Zelanda o Venezuela, aunque un alto porcentaje viaja hasta Centroeuropa, Holanda y Alemania. Y cada vez se abren más nuevos mercados, como China. Esta vendimia se espera facturar un millón de euros.
Los Gallego-Góngora conocen muy bien el sector. El patriarca recuerda los mejores años de un Jerez de señores que hacían tratos de palabra, nada que ver con la situación actual. Hasta que la legislación lo permitió, su empresa estuvo sirviendo vinos en botas a las bodegas jerezanas. La variedad garrido fino es excelente para la producción de blancos y finos del estilo de Jerez y Sanlúcar. En las últimas cuatro décadas subsitir no ha sido fácil y hoy pocos se mantienen fieles a la tradición.
La de los Góngora es una excepción. Poco han cambiado desde que José de Góngora y Arando adquirió la hacienda de Villanueva del Ariscal y la convirtió en bodega para la crianza y envejecimiento de finos y generosos. En el siglo XVII, Sevilla era una floreciente capital, Puerto de Indias del que partían los barcos cargados de vinos del Aljarafe hacia el Nuevo Mundo. Por ordenanza real, todos los buques con destino a América debían llevar un tercio de su carga de frutos de la tierra que, en la mayoría de los casos, solía ser vino.
Hoy los bodegueros sevillanos se conformarían con que los restaurantes ocuparan un tercio de su carta con estos caldos locales. Al presidente de Bodegas Góngora le indigna cómo vinos del Bajo Guadalquivir se sirven con gaseosa en los chiringuitos de la playa. Su hijo Ignacio, la generación que está tomando el relevo en el negocio, asegura que el principal obstáculo es la economía de escala que hace que la competencia sea muy dura y que bodegas como la suya no puedan poner en el mercado blancos a dos euros la botella. La calidad tiene un precio y luego está el desconocimiento general que existe por parte del consumidor de estos productos locales.
Los Góngora han podido diversificar sus productos. En la bodega se sigue sirviendo mosto y fino a granel, pero, gracias al legado de las generaciones anteriores, pueden hoy comercializar también brandy destilado de la cosecha de 1929 que la bisabuela de Ignacio Gallego-Góngora se empeñó en reservar. La cuarta generación, a la que pertenecía Rafael de Góngora y Dávila, adquirió en el siglo XIX partidas de viejos amontillados, olorosos y dulces que han sido conservados con celo y que hoy permiten tener una selección imperial. La bodega tiene una sacristía donde siguen envejeciendo vinos con más de dos siglos de edad.
Pero, a pesar de este legado, los Góngora también han tenido que reinventarse en las últimas tres décadas. E innovar. Al tradicional fino Pata de Hierro se añaden ahora vinos con aroma de naranja o de chocolate, lo último. Y, en Umbrete, las bodegas Salado acaban de sacar un crianza, que se añade como novedad a los espumosos y refrescantes que ya comercializan.
El del vino es hoy un mundo de emprendedores. A bodegas tan tradicionales como una de Cazalla de la Sierra, El Duende, que también tiene su origen en el siglo XVII, se unen otras como Fuente Reina, en Constantina, que fue refundada a finales de los 90 por un grupo de bodegueros del norte de España que vieron el gran potencial de la zona y que sólo producen tinto. La Sierra Norte también tiene su particular mosto, de Constantina, elaborado por La Margarita, que fue fundada hace sólo 15 años y cuenta ya con una variada carta de tintos jóvenes.
Hay otros, como los González Palacios de Lebrija, en el Bajo Guadalquivir, que comenzaron por mera afición en 1960 y hoy pruducen al año 10 millones de litros de vino combinando tradición con las técnicas más novedosas. La misma producción que la bodega Loreto de Espartinas, situada junto al santuario de la patrona del Aljarafe, donde los condes de Gomara empezaron a elaborar caldos en 1901.
A veces, detrás de las bodegas hay más de una familia. Es el caso de la cooperativa Las Nieves de Los Palacios, fundada a finales de los 60 por un grupo de agricultores para elaborar sus vinos y comercializar frutas y hortalizas como medio de vida. La variedad de uvas lairén y, sobre todo, la moyar, prácticamente autóctona de la zona y de mucho dulzor, permiten producir vinos únicos como la mistela o el negro dulce, diferente a los pedro ximénez. Productos con identidad propia son los que se destilan en Carmona, en la empresa Los Alcores, anisados artesanos cuya producción inició en 1880 un emigrante vasco que se instaló en el pueblo huyendo de las guerras carlistas. De sus alambiques de cobre salen hoy licores de turrón o yerbabuena.
La necesidad de reivindicar el papel que los vinos y licores de Sevilla se merecen en el sector impulsó a un grupo de bodegueros a asociarse hace dos años. Desde entonces han logrado el apoyo institucional de la Diputación de Sevilla para celebrar anualmente una muestra de productos -la próxima semana se inaugura la cuarta edición- y organizar catas y acciones promocionales con las asociaciones de hosteleros. En paralelo se idean iniciativas, como las rutas de enoturismo, pues la mayor parte de las bodegas son visitables, a la espera de mejores tiempos. José María Gallego-Góngora está convencido de que todo vuelve y de que hay que estar en el lagar cuando cambie el ciclo. No hay más secretos que los que duermen en las botas de las bodegas de Sevilla.
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