Marina Heredia en concierto | Crítica
Una cantaora brillante
CUANDO la Bajadilla era de calles y chabolas. Quiero imaginar que en aquel entonces Francisco Sánchez Gómez, al que la fama conoció luego como Paco de Lucía, bajaría desde la calle San Francisco hasta el antiguo acueducto medio desmoronado. Allí por donde aún sonaba el eco de Corruco, de Rafael el Tuerto y el niño de las botellas. Y se detendría a contemplar las vegas y a dos pasos del cine Alegría cómo el río arrastraba enseres y ramas hasta su desembocadura en los muelles.
Les hablo de una época en la que Algeciras no había decidido aún enterrar aquel cauce, como también a buena parte de su memoria, bajo un sepulcro de cemento y de dinero. Y quiero imaginar en aquel momento a aquel joven, regordete y larguirucho al que los suyos llamaban Mambrú contemplando el espectáculo de sus aguas que venían del Cobre y que olían a mosquitos y a miseria. Sus ojos, tan sensibles como sus dedos, se detendrían a mirar la hoja de un árbol arrastrada por la corriente.
Así se sentía Paco, según me ha dicho su hijo Curro que repetía mucho, como la hoja de un árbol que el río arrastra a su antojo, sin brújula, ni mapa, ni destino escrito en la raya de la mano. Paco era como tú, como la piedra pequeña de León Felipe.
El río de la vida llevó a Francisco Sánchez Gómez a todas las esquinas del mundo y a todos los confines de la música. Fue a partir de que adoptase el nombre de su madre, Lucía, la chica de Montegordo en Portugal, a la vera de Castro Marín, que había llegado a la convulsa Algeciras de los años 30 a trabajar humildemente y conocer a un huérfano llamado Antonio, el poeta y el maestro, con quien tuvo cinco hijos. María, la mayor, Ramón, su segundo maestro, Antonio y José, que le sobreviven, y él mismo.
Paco hizo suyo el nombre de su madre porque necesitaba una patria a la que regresar. Hoy lo hace. Siempre fue un payo canastero. Gracias a ello, siguió siendo durante media vida el niño que deslumbró al teatro Villamarta de Jerez junto a su hermano Pepe que también se llamaría de Lucía cuando dejaron de ser Los Chiquitos de Algeciras. El adolescente que descubriera el lago de Chicago helado bajo la nieve y el hombre hecho y derecho que se sumergiera en las aguas del Caribe, claras, como el corazón de los inocentes. El que llenaría el Budokan, pero se dejaría caer por el rincón flamenco de nanas en el Golden Gate de Tokio para oír nuestro eco andaluz en un emocionante espejo de ojos rasgados.
Mano de sangre de Camarón de la Isla, con quien cabalgó como dos forajidos por las praderas de la libertad y del instinto. El que seguía jugando al fútbol en las playas o en las paradas de autobús de cualquier gira. Un rey Midas del compás que convertía en flamenco todo lo que tocase ya fuese el jazz, Manuel de Falla, Albéniz o Rodrigo, el pop o las canciones, la copla de Quintero, León, Quiroga y de su vieja amiga Marifé cuya muerte sin pompa lloró no hace mucho. El que asombraría al mundo y desconcertaría a sus paisanos. El que fue capaz de componer, de interpretar y de grabar algunas de las mayores obras maestras de los últimos 50 años o de los últimos 50 siglos con el dolor y el sacrificio que aquellos que descubren que en el pecado del arte en el fondo llevan la penitencia del alma.
El que fabricaba compadres virtuosos o risueños, célebres o anónimos. Pero creía en la familia porque confiaba tal vez en esa rara herencia de la genética que llegó hasta los dedos de sus sobrinos José Mari o Antonio. El que amó sin brida y el que tuvo cinco hijos pero permitió que en el que iba a ser su penúltimo disco de estudio se colase la voz de Antonia, entonces una cría, como un probable mensaje privado en una botella de náufrago, el recado íntimo de que la vida sigue y afortunadamente quedan muchas otras hojas flotando sobre los ríos del mundo.
A Paco le preguntaban de tarde en tarde por sus opiniones políticas. Quizá lo hacían aquellos que desconocen que quien busca la belleza, en el fondo está buscando la justicia. En ese sentido, él era un revolucionario conservador, como lo ha definido su cómplice Jorge Pardo. Respetaba la tradición pero la desobedecía, como precisó su amigo y su confidente Félix Grande, con quien tanto quiso, hasta que la muerte también vino a reclamarlo. A Paco de tarde en tarde le preguntaban si era religioso. Cómo no iba a serlo. Su religión era Isla Verde, Al Yazirat Al Hadra, cuyo nombre llevó una vez en una gorra que su compadre Victoriano Mera le regaló para que la paseara por los escenarios de su era, desde Sydney a Moscú.
Él reclamó como un mantra los nombre de esta ciudad entre dos aguas a través de los títulos de sus composiciones. Desde el Cobre a la Plaza Alta, entre olor a naranjas del Tesorillo, eso sí, y la selva inabarcable de La Almoraima. Su mejor padre nuestro llegaba desde la calle San Francisco, donde dio clase su amigo Paco Martín, hasta el cuarto de los cabales de José Luis Lara, o la arena del Rinconcillo donde compartir el recuerdo de Reyes Benítez, arena y cerveza con Pepe Rebolo, con la risa fugitiva de Luis el Gordo, los hermanos Quirós, la familia Olvera, la familia Marín, probablemente todos y cada uno de los días de su vida en la intimidad del amor y del odio a la ciudad universal de la que formaba parte Paco de Lucía, Francisco Sánchez Gómez, rezaba un Ave Algeciras, como quien quisiera volver como un hijo pródigo a sumergirse entre los brazos minerales de su madre.
Esa primera y esa última voluntad vamos a cumplirla ahora. Probablemente, los creyentes que hoy nos acompañan entonarán en público en silencio una oración por la suerte que siga su antigua obra más allá del río de la vida. Yo que soy descreído les pido también que susurren una oración por su otro yo, por su severa dueña de madera, por la herramienta de la que supo extraer la mejor música que debiera amansar a todas las fieras. Viva Paco.
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