¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Capitanía y los “contenedores culturales”
La Noria
LA vida acostumbra a ser rica en paradojas y le gusta camuflar sus secretos en los detalles sin importancia. Indro Montanelli, un periodista al que nunca llegarán ni a la suela de los zapatos los gacetilleros costumbristas que tanto abundan por Sevilla, solía decir que no hay nada más fatigoso que seguir los hitos de una historia poblada por grandes monumentos y escrita con la variante áulica de la retórica. Hoy es un día apologético. Triunfal y predestinado a la exageración mayúscula, tan sevillana: Monteseirín inaugura oficialmente el Parasol de la Encarnación.
Lo hace sin que la obra esté acabada y sin que los ciudadanos, que son los que tendrán que abonar su inmensa factura -todavía ignota- sepan el coste definitivo del artefacto que durante las próximas cuatro décadas marcará el perfil del corazón de la Sevilla histórica. Un día de victoria, pues. Aunque sospecho que, como sugiere Montanelli, con un revés oculto bastante menos esplendoroso de lo que se enseña.
Quizás el alcalde, al que le quedan apenas dos meses en el ejercicio del poder, haga hoy un discurso en el que elogie su valentía a la hora de enfrentarse a la Sevilla Eterna, reivindique las virtudes de la vanguardia arquitectónica que -en su opinión- representan las setas y augure, como Casandra, un inminente futuro en el que las masas ciudadanas (sevillanos y foráneos) acudirán a contemplar la nueva catedral de la Sevilla moderna que, por supuesto, no cabe identificar sino con su propia persona. También puede que no diga nada. O que, como sucedió otras veces, censure a los agoreros, incapaces de reconocer las evidencias. ¿Quién sabe?
Con independencia de lo que ocurra, el Parasol quedará formalmente inaugurado como la coda imperfecta a doce años de gobierno en los que la desmesura, la prepotencia y el afán de notoriedad han marcado la agenda política de la ciudad. Al final, se tenga la opinión que se tenga del proyecto diseñado por el arquitecto berlinés Jürgen Mayer, la realidad se impone: ya es imposible pasar por esta parte de Sevilla sin reparar en la vocación de omnipresencia de una obra que representa, como todos los símbolos, la personalidad de quien ha ordenado su construcción.
La historia del Parasol, que es larga y generosa en contradicciones, no se entendería, al menos en mi caso, sin una anécdota que en esta ocasión puede elevarse a la condición de categoría. Hace unos años, cuando todavía no se alzaba sobre el solar de la Encarnación el esqueleto del Parasol, el regente del alcalde me hizo llegar por mensajero la fotocopia (es de suponer que sin pagar los correspondientes derechos de reproducción) del capítulo de un libro: La arquitectura del poder (Ariel), escrito por Deyan Sudjic, ensayista, director de la revista Domus y, entre otras cosas, hagiógrafo de Norman Foster, cuya vida y milagros retrata en la película ¿Cuánto pesa su edificio, señor Foster? Como soy poco dado a las fotocopias (todavía respeto el objeto perfecto que es cualquier libro) compré un ejemplar y, de pronto, al leerlo empecé a entenderlo todo. Este ensayo es el mejor manual para entender la Sevilla de los últimos años. Sin embargo, la ciudad no aparece mencionada ni una sola vez. ¿Cómo es posible? Fácil: la historia que cuenta es universal. Aplicable tanto a una aldea como a una gran ciudad.
Sudjic narra cómo a lo largo de la historia el poder (cualquiera que éste sea o el ropaje que adopte) usa siempre la arquitectura no para transformar la realidad, sino como instrumento para intentar dejar huella (vana, en muchos casos) del paso por la vida de determinados personajes empeñados en su propia grandilocuencia.
Los ejemplos en los que sustenta su tesis son muy numerosos: desde Hitler a Mitterrand, desde Sadam Husein a Tony Blair. No entienden ni de ideologías ni de formas de gobierno, autoritarias o democráticas. En todos los casos funciona de forma idéntica. Los detalles de su relato resultan intercambiables. Lo singular es su luminosa visión sobre la pulsión interior que, de forma irremediable, manifiestan determinados gobernantes, casi todos ellos marcados previamente por un profundo sentimiento íntimo de debilidad, por tratar de superar esta circunstancia personal mediante la erección de arquitecturas que, en lugar de mejorar sus propias urbes, asientan sobre ellas las muestras pretenciosas y perdurables de un tránsito por el poder que siempre resulta ser efímero.
No encuentro mejor metáfora para entender el ceremonial, con banda municipal incluida, que hoy se celebra en la Encarnación. El Parasol, un objeto desmesurado e innecesario, cuyo coste supera con creces sus hipotéticos beneficios, es la muestra de una forma demencial de entender la política. También la evidencia de un desajuste que consiste en confundir la importancia con el tamaño.
Hace tiempo que los datos están sobre la mesa: el coste del proyecto (123 millones de euros) es un 70% superior a lo previsto, ha fagocitado el 40% de los recursos económicos que tenía la ciudad para su desarrollo urbanístico durante la próxima década, ha consumido hasta 65 millones de euros en subvenciones a fondo perdido y provocará un parón en el programa de las futuras infraestructuras públicas de Sevilla.
La obra es el fruto amargo de la desmesura. Se inaugura con cuatro años de retraso sobre el calendario inicial, tras incumplir hasta cinco fechas oficiales de terminación y privatizando (por primera vez en democracia) un espacio urbano público sin contraprestación (política o económica) alguna. También es un largo rosario de mentiras: ni era la única solución para reubicar el mercado de abastos tradicional, que probablemente no sobrevivirá mucho; ni se acometió para salvar los restos arqueológicos (una parte de ellos se perdieron al cimentar el edificio), ni es un ejemplo de gestión arquitectónica. Tampoco es un espacio ciudadano. Sencillamente es un centro comercial. Nada más.
El Parasol se inició sin proyecto de ejecución y, durante casi tres años, el gobierno local ocultó que desconocía cómo construirlo, obsesionado con buscar en secreto una solución (que ha multiplicado su coste hasta el infinito) que resultó ser imposible porque su cimentación era incapaz de soportar el peso de la cubierta. Su terminación sólo ha sido posible reduciéndola, saltándose la ley (como puso de manifiesto el Consejo Consultivo) y exclusivamente por decisión unipersonal del regidor.
Probablemente haya quien piense (Monteseirín entre ellos) que todos estos hechos -objetivos- quedarán diluidos con el paso del tiempo. Que el esplendor de la inauguración se llevará las alargadas sombras de las setas. Que todo el mundo caerá rendido ante su hipnótica visión. Es una forma de ver las cosas. Sevilla, teniendo tanto pasado, es por lo general una ciudad sin memoria. Sin herencia fértil. Puede ocurrir. Aunque es difícil de creer.
Lo que quizás no debería olvidarse nunca es la lección del libro de Sudjic, metáfora involuntaria de la obsesión que ha guiado al alcalde en su utopía por personificar un extraño quatrocentto sevillano que no todos aprecian. Dice así: "Lo que hace la arquitectura al relacionarse con el poder es magnificar al autócrata y confundir al individuo con la masa". Para algunos hoy es un día victorioso. Con su pan se lo coman, que diría Cervantes. La vida, que es sabia y contradictoria, nos enseña que el ocaso de los imperios empieza justo cuando más altas parecen las muestras de su esplendor. En Roma existe un arco triunfal dedicado a Constantino que es fruto de la decadencia, preludio de la debacle. Más alto mientras más endebles sus cimientos. Más irreal cuanto más oscuro su origen. Hay quien dice que no existe victoria ni hay triunfo posible si uno no es capaz de salvarse a sí mismo. Quizás sea cierto. O acaso no sea más que una frase. El Parasol se alza ya triunfal sobre la Encarnación. Monteseirín jamás volverá a ser alcalde de Sevilla. Su imperio se ha derrumbado. Es historia.
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