Notas al margen
David Fernández
El problema del PSOE-A no es el candidato, es el discurso
La tribuna
LA parálisis imaginativa que aqueja a la izquierda en las últimas décadas tiene como contrapartida la búsqueda, a veces desesperada, de referentes intelectuales. El último candidato a ese trono inestable es el historiador, recientemente fallecido, Tony Judt. Algo va mal, su libro póstumo, es, en palabras de Muñoz Molina, "un valeroso manifiesto", y ciertamente resulta meritorio si se le interpreta como una tentativa de reunificar a las tropas desperdigadas tras las incesantes derrotas, pero si le quiere otorgar la consideración de propuesta de recomposición ideológica resulta, en mi humilde opinión, un tanto endeble. Aunque la perspectiva de Judt es esencialmente honesta y bienintencionada, no puede evitar incurrir en algunos de los automatismos, al parece inextirpables, del pensamiento progresista.
Por ejemplo: asigna en exclusividad los grandes logros sociales que se alcanzaron en la Europa de posguerra a las políticas socialdemócratas, olvidándose de su coexistencia con gobiernos democristianos y conservadores que estaban aplicando las mismas recetas. Incide en algunas de las repercusiones más ominosas de los gobiernos de Reagan y Thatcher, pero elude describir el insostenible estado de catatonia al que habían llegado los estados de bienestar y confrontarlas con el escenario de corruptelas y déficit público galopante que en esos mismos años caracterizó a los gobiernos de los Mitterrand, González o Craxi.
Pone de manifiesto las consecuencias deletéreas que se han derivado de la falta de control sobre los mercados, pero, como la mayor parte de los intelectuales de izquierda, se queda mudo cuando tiene que abandonar el terreno de lo genérico y abonar alguna alternativa concreta. Identifica muchas de las perversiones de nuestros sistemas democráticos, pero evita preguntarse por qué a pesar de ellas la gente se empeña en no otorgar su confianza a las izquierdas. No puede, por último, resistirse a esa forma tan particular del sectarismo que consiste en reputar que cualquier expresión diferente de pensamiento es poco menos que un signo de perversidad moral o incapacidad intelectiva.
El libro encierra, sin embargo, algunas virtualidades que sería poco elegante ignorar. La más evidente tal vez sea la defensa del Estado como elemento imprescindible de racionalización política, frente al dogma ultraliberal que nos lo pretende presentar como la amenaza más peligrosa para la libertad de los ciudadanos. De ello se deriva una encomiable defensa del concepto de nación como ámbito último de las decisiones democráticas, oponiéndose a la frivolidad de esas izquierdas delicuescentes que lo han considerado un concepto "discutido y discutible", aunque se hayan tenido que plegar primero a los dicterios de los nacionalismos periféricos y luego a las imposiciones del mercado. Es precisamente esa apelación a algunos de los valores referenciales más recomendables de la izquierda tradicional lo que, en mi opinión, puede otorgar una dimensión de utilidad a esta obra, ahora que comenzamos a asistir a los estertores de esas corrientes narcisistas y posmodernas que han tenido secuestrado al pensamiento de izquierdas desde los años sesenta hasta nuestros días.
La rotundidad de ese fracaso se ha manifestado de forma particularmente evidente en un país como el nuestro, tan invadido de observatorios que ha terminado convirtiéndose todo él en uno mismo. El juego frívolo de adocenamiento ideológico, el fraude profundo de lo que cínicamente se han denominado políticas de igualdad, la aberración que ha significado la coyunda con las formas más procaces e insolidarias del nacionalismo, la indignidad de una política exterior siempre proclive a mostrarse indulgente con la infamia…y todo ello mientras la economía se derrumbaba, sangraba la educación, se descoyuntaban los consensos básicos o se propiciaban fórmulas de insolidaridad territorial y disgregación política.
Y, sin embargo, aunque por fin se haya esfumado el esplendor estupefaciente de las yerbas ideológicas y marchitado la gloria en las flores del feminismo radical, no debemos afligirnos, parece decirnos Tony Judt, y no sólo porque la belleza subsista en el recuerdo, sino porque la rotundidad de ese fracaso deja la puerta abierta para otras formas más competentes y rigurosas de entender las políticas de izquierda.
Una izquierda verdaderamente implicada con la democracia, la única que conocemos, sin dejar por ello de aspirar a una justicia social; una izquierda inmune al sectarismo, más abierta y humilde, menos dogmática; una izquierda que sea simplemente capaz de sobreponerse a los tabúes que le impiden identificar los problemas como tales y proponer soluciones imaginativas y eficaces; una izquierda universalista, igualitaria pero no igualitarista; una izquierda que se atreva a proponer fórmulas de sentido común para una educación pública de calidad, aunque sólo sea por la mala conciencia de haber sido la responsable de haber acabado con ella. Una izquierda, en fin, que sea exactamente el reverso de este burdo esperpento que tan pobremente nos ha estado ocultando el desierto.
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