¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
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EN TRÁNSITO
UNO de los documentos más tristes que he leído en mi vida es una larga carta que Julio Cortázar le escribió hacia 1970 al director de la revista cubana Casa de las Américas. El director había pedido a los escritores amigos una carta expresando su "compromiso" con la revolución cubana, y el pobre Cortázar, avergonzado de su escaso espíritu revolucionario, le escribió una carta pública que es lo más parecido a una confesión hecha de rodillas y con los brazos en cruz en el atrio de una iglesia. Al final de la carta, Cortázar entonaba el mea culpa y pedía una absolución benévola. Cortázar tenía más de 50 años, pero se comportaba como un niño lleno de granos que se confesaba ante el párroco de su iglesia por haberse tocado la pilila.
Siempre me acuerdo de esa carta cuando oigo a alguien ensalzar la libertad de Cuba o de Venezuela, donde no hay presos políticos -según opinan algunos intelectuales y artistas nuestros-, sino tan sólo "delincuentes" o "presos comunes". Que el buen Dios nos conserve la vista, porque la gente que vive en Venezuela o en Cuba no suele pensar lo mismo. Recuerdo al poeta venezolano Eugenio Montejo, muerto hace pocos años, que era el más bondadoso y más paciente de los hombres. Pero si salía a relucir el nombre de Hugo Chávez, su rostro se tensaba y se ponía pálido y apretaba los labios y murmuraba: "Me voy de aquí, que no quiero decir una palabra fea", y Montejo se iba con sigilo, procurando no hacer ruido, para no soltar una palabrota delante de desconocidos. Y otro amigo venezolano me contó que había nacido en un barrio muy pobre de Barquisimeto, donde lo habitual era el sonido de las ametralladoras de los pandilleros, pero que odiaba a Hugo Chávez porque era un tirano demagógico que había empobrecido a la población y que acabaría destruyendo el país.
Nuestra izquierda comunista suele ser tan dogmática y autoritaria como la derecha más cavernícola. Es cierto que muchos de sus militantes son personas de una cultura y de una bondad admirables, pero no creo que pueda decirse lo mismo de los dirigentes o de la ideología en sí misma. La izquierda comunista tiende a creer que el dinero se hace solo y que el Estado es un instrumento de chicle que puede dar de sí todo lo que queramos. Para el buen izquierdista, todos podemos ser empleados públicos bien retribuidos, aunque sea con un cargo de inspector de pesas y medidas o de anillador de pájaros. Los empresarios son atracadores sin escrúpulos. El mercado es un criminal en serie. El comercio es malvado. Y la verdadera libertad sólo existe en Venezuela o en Cuba. Éste es el catecismo de la izquierda que añora a Hugo Chávez y a Fidel Castro, y que desprecia la democracia por ser una mera formalidad engañosa. ¡Qué miedo!
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