La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Sevilla se ha quedado pequeña
La tribuna
LA ampelopsis, también conocida como parthenocissus tricuspidata, es un arbusto o planta trepadora, muy trepadora. Ésta, denominada parra del Japón, tiene origen chino. Su crecimiento rápido y su capacidad de adaptación la convierten en un instrumento magnífico para la modernidad de unos sicofantes que quieren ocultar, suavizar o disimular sus desaguisados. Cubrir con ampelopsis edificios y construcciones se ha convertido en un recurrente recurso de ocultamiento.
Una de las características mas reseñables de este arbusto es que tiene una adaptación de color variable para cada contexto político, es decir, para cada estación: verde intenso en primavera, más desvaído en verano, rojo intenso en otoño… Tiene escasos problemas fitosanitarios, soporta toda crítica y, también, el fuerte calor del verano. Se adapta a casi todo tipo de suelos y clima. Sólo habría que destacar una enfermedad que de vez en cuando le ataca: la botrytis cinerea (podredumbre gris), conocida en algunos ambientes como enfermedad de la tristeza.
El edificio que la Junta de Andalucía ha construido anexo a la Casa de la Alegría (la casa de Blas Infante) en Coria del Río debería, inmediatamente, ser cubierto de ampelopsis. Ya sé que resulta paradójico que una planta que puede sufrir de tristeza sirva para suavizar el impacto de una casa enunciada como de la Alegría, pero no se me ocurre otro recurso más inmediato ni más justo para semejante atentado. Una casa llena de luciérnagas que la han habitado desde el asesinato de Blas Infante. Como habitaron el campo de los Merinales, o la cárcel de la Ranilla o tantos otros lugares de la memoria. Que han impedido el ruido oxidado de las toxinas amnésicas.
Sigilosas, han iluminado y mantenido cada uno de los textos aljamiados, cada manuscrito, cada resto de memoria. Han atrapado todas las extravagancias que con insolencia se muestran. También los pensamientos, las dudas, las apuestas, los compromisos de esta figura sorprendente, valiente, seductor, angustiado, de una curiosidad universal, que es Blas Infante. Dicen que las luciérnagas están abandonando la casa. Viven el contacto no deseado como una invasión. Que su latido se ha paralizado como el de una presa ante la presencia cercana de un depredador. Que en los alrededores, por la noche, se escuchan lamentaciones que semejan las antiguas kinot hebreas, verdaderos llantos por la perdida de las casas…
La casa de Blas Infante, como todas las casas, es una marca tangible, evocadora, restauradora. Es un pretérito que ya no es, y sigue siendo. Esta casa contribuye, da igual su belleza, estructura o función, a recuperar la memoria y a integrar la experiencia vital de este hombre tan singular. Es un espacio de asilo contra la memoria impedida, contra la memoria manipulada. Las casas, nuestras casas, son espacios de memoria e imaginación creadora que pueden y deben hilvanar una narración, al modo de ese pensador tan admirado por Infante que fue Ibn Arabí. Exhiben y despliegan (tanto como esconden y ocultan) pensamientos, recuerdos, apuestas, miedos, ternuras, sueños…
Ya sé que han restaurado la casa. Que han taponado las rendijas ¡ya no hay goteras!, barnizado las maderas, sacado lustre al metal y a las lámparas… ¡faltaría más! No es ése el origen de nuestro temor, de nuestra incertidumbre. Sabemos que la casa es frágil, que no es de hormigón ni pétrea…, es un ejemplo fiel de la levedad como reacción al peso del vivir; sin embargo, la construcción, el volumen, el impacto, la contaminación visual del denominado Centro de Investigación de la Memoria de Andalucía ( o Centro de Investigación de la Memoria Histórica o Centro de la Memoria Democrática, o como quieran que lo llamen) silencia y oculta el valor simbólico de la casa. Las casas, como las ciudades, son el mayor invento de la memoria. Se debería realizar un esfuerzo para entender la singularidad de este espacio, creo sinceramente que merece la pena.
Esta construcción excede, con creces, la satisfacción de la necesidad básica de reconocer la casa de Blas Infante. La distorsión de los espacios con sentido propio es siempre causa de olvido. Imagino que el Centro anexo a la Casa de la Alegría estará dotado de todos los medios y avances tecnológicos y digitales. También intuyo que esta cultura tecnológica provocará necesariamente un cambio del modelo de percepción tradicional, pero ¿era necesario realizarlo, justamente, allí? Este modo abrupto de invadir el espacio hace que la Casa de la Alegría se vuelva anecdótica, extraña en su propio lugar.
Si no hay más remedio ¡que cubran todo el recinto con ampelopsis!, que ya nos encargaremos los demás de hacer que vuelvan las luciérnagas.
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