La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Una noche también amenazada por el confort
La tribuna
LA decepción por los nombramientos de Van Rompuy y Lady Ashton para los altos cargos de la Unión Europea parte de un flagrante malentendido jurídico y de un colosal desenfoque político. Pero previo a ambos hay un poderoso tópico sobre la construcción europea: que el Tratado de Lisboa finiquita la reforma institucional y los avances en la Europa política para mucho tiempo. Lo que no se corresponde con el actual momento de la construcción europea ni con los retos del mundo que nos toca vivir. Tampoco con la letra del Tratado. Es una receta segura para el lento languidecer de Europa. Pero no estamos condenados a esta melancolía. Veamos por qué.
El Tratado no preveía ni un "presidente de Europa" ni un "ministro de Exteriores de la Unión". Los lamentos por la falta de ambición política y la supuesta "mediocridad" de los elegidos están desenfocados. Como ha señalado Jacques Delors, la modestia, no la mediocridad, debía caracterizar la selección. El Consejo Europeo es la institución de los intereses nacionales. Van Rompuy será más un chairman moderador y facedor de consensos que un presidente ejecutivo con liderazgo, programa y personalidad política propios. Esperar una figura con proyección global sobreimpuesta a los líderes nacionales era un contrasentido jurídico y político.
La Presidencia del Consejo Europeo sólo puede representar el consenso de los gobiernos que lo forman. Mas si hubiera de liderar, ¿con qué estatura democrática que superara la de los líderes elegidos en sus países? Por otra parte, la capacidad de iniciativa y elaboración del "interés comunitario" la tiene asignada la Comisión, la institución menos democrática de la Unión. La reelección de Barroso asegura que ésta seguirá siendo una sesuda secretaría del Consejo.
El Tratado de Lisboa nos deja, pues, con un liderazgo de la Unión que es un galimatías para propios y extraños. Lo que deja el campo libre a la preeminencia de los jefes que cuentan -los de Francia y Alemania con sus aliados de ocasión-. Poco democrático y muy desequilibrante del interés conjunto. Pero de eso se trataba. Ahora bien, en una Europa de 27, sometida por la crisis económica y las nuevas realidades geopolíticas a crecientes pulsiones nacionalistas y tensiones centrífugas, ésa es una fórmula para la división y la parálisis. Una nave de tal dimensión y complejidad no puede navegar sin un centro de gravedad político y económico. Y éste no puede existir sin solventar el "déficit democrático" de las instituciones europeas. Pues si algo ha estado ausente de la kafkiana ratificación del Tratado y de la selección de la troika de la Unión ha sido la democracia europea.
A sólo unos meses del desinflamiento electoral del Parlamento Europeo, los ciudadanos que acudimos a las urnas asistimos con cara de bobos al baile de nombres y al mercadeo para elegir a los "líderes de Europa". Si a esto añadimos la incapacidad de la Unión para articular una respuesta común a la crisis financiera, ¿a quién extraña que la participación en las elecciones de junio fuera la más baja de la Historia (un 43,5%)? ¿Por qué habrían de interesarse los ciudadanos en las elecciones europeas si su voto no decide quién manda, no pagan impuestos a Bruselas y, por ende, la Unión apenas puede protegerles de la crisis?
La respuesta sólo puede ser una: sin democracia europea no habrá más avances en la integración (¿no es eso lo que ha dicho el Constitucional alemán?). Democracia europea significa, ante todo, que Mr./Mrs. Europa sea elegido por sufragio universal. Y el auténtico Mr./ Mrs. Europa sólo puede ser un presidente de la Comisión salido de las elecciones al Parlamento Europeo en 2014. Una revolución democrática indispensable que no requiere cambios en el Tratado ni renegociación. Sólo voluntad política. La letra del Tratado ya exige que la propuesta del presidente de la Comisión, que corresponde al Consejo, "tenga en cuenta los resultados de las elecciones europeas", y que el Parlamento la ratifique.
Pasar de la letra al espíritu consecuentemente democrático que haga emanar al presidente de la Comisión del Parlamento puede hacerse por la vía de los hechos, sin contradecir la literalidad de la ley. Basta que una de las familias políticas europeas proponga al número uno de su lista como candidato y haga de esta elección democrática su propuesta estrella. Alteraría toda la dinámica política -los demás tendrían muy difícil no seguirle- y el sentido del proceso electoral. Desencadenaría una campaña y un auténtico debate continental, un primer paso hacia el demos europeo. Al Consejo, según la letra del Tratado, no le quedaría más papel que el del Jefe del Estado en régimen parlamentario: proponer al candidato con más respaldo. Semejante salto cualitativo encontraría fuertes resistencias. Pero también un gran apoyo popular. Un Presidente de Europa con legitimidad democrática sería un paso decisivo hacia un centro político de carácter federal en Bruselas. De él dependen, en gran medida, todos los demás avances hacia la Europa necesaria que reclaman los retos del siglo XXI y la propia complejidad de la Unión.
Una Europa coherente, con un centro de gravedad político y económico, que pueda ser tomada en serio por sus propios ciudadanos y por el mundo. Su requisito democrático es que al Mr./Mrs. Europa que la encarne lo elijamos todos. No es demasiado pronto para empezar a exigirlo.
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