¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
DE POCO UN TODO
NO resulta fácil, ni importa, decir nada nuevo ante los sucesos de Baena y de Isla Cristina. Uno, en líneas generales, está de acuerdo con lo que se está escribiendo. La repugnancia ante esos hechos, la necesidad de endurecer los castigos, para empezar, y la de plantearse después una profunda reforma que vaya desde la educación reglada a los modelos de ocio, y que combata la banalización del mal y de la violencia y la trivialización del sexo…, todos estos planteamientos son compartidos por la inmensa mayoría de los ciudadanos de bien. Y está muy bien que así sea.
Yo me atrevería a añadir que resulta también tristísimo que sólo seamos capaces de reaccionar ante hechos tan graves. Los indicadores de fracaso escolar, los porcentajes de familias rotas, los problemas de convivencia y de vandalismo urbano deberían haber hecho saltar todas las alarmas hace muchísimo tiempo.
Esta necesidad de víctimas para que la sociedad acabe mirándose al espejo es terrible. Primero, porque implica, aunque involuntariamente, cierta instrumentalización del dolor de las personas. Después, porque supone una grave crisis generalizada de racionalidad y responsabilidad. Nos sorprendemos de que sucedan cosas que, a la vista del ambiente cultural (por llamarlo de algún modo) y social, eran de esperar. Igual que los adolescentes, la sociedad no es capaz de prever las consecuencias de sus propias conductas.
Y en tercer lugar, porque deja en la indefensión a una multitud de víctimas silenciosas. La banalización de la violencia y la trivialización del sexo afectan a toda nuestra juventud (y a los mayores). Por fortuna, la mayoría de los individuos tienen recursos de conciencia moral y sentido común para no despeñarse a la ley de la selva, como en los casos extremos que estamos comentando, pero apenas pueden resistirse a la cosmovisión cutre que se les propone. Desde las series de televisión hasta las campañas gubernamentales, en todas partes se hace mofa de la castidad prematrimonial, del romanticismo adolescente (especie en peligro de extinción), de la decencia y del esfuerzo, y de las más elementales normas de la buena educación. En consecuencia, se empobrece la vida sentimental de las personas, a las que se condena a la elementalidad instintiva que muestran, por ejemplo, las letras (y la música) de las canciones de moda.
Ni un gobierno dispuesto a liberalizar el aborto y la pastilla del día después ni una sociedad civil, que, tras los escándalos, volverá a dormitar en la autocomplacencia, están en condiciones de liderar ningún cambio profundo. Por eso, seguiremos viendo casos terribles, me temo.
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