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Rafael Sánchez Saus
¿Réquiem por Muface?
La ciudad y los días
CONTABA la compañera Patricia Godino, en su crónica del pregón de la Feria del Libro, cómo Fernando Savater evocaba su iniciación en la lectura recordando a su madre, lectora apasionada que aguardaba con impaciencia la entrega de cada nueva novela de Agatha Christie; para concluir que "a la lectura se suele llegar por contagio".
Gran verdad que se demuestra en la memoria agradecida que todos guardamos de quienes nos contagiaron la lectura. Apele cada lector a su memoria infantil. En mi caso, al igual que en el de Savater, está mi madre leyendo a Agatha Christie, Edgard Wallace, Erle Stanley Gardner o Rafael Sabatini en las ediciones de quiosco de la Biblioteca Oro de Editorial Molino; y a las Brönte, Pereda, Galdós o Palacio Valdés en los gustosos volúmenes de Aguilar que -buen cuero envejecido con nobleza- conservo. También me contagió la lectura mi padre, leyendo a Thomas Merton, Julien Green o Georges Bernanos en el Gran Café de París de Tánger, mientras yo leía mi semanal Capitán Trueno y en el juke-box sonaban Petite fleur de Sydney Bechet, Viens au creux de mon épole de Aznavour o You are my destiny de Paul Anka. Y junto a ellos tantos amigos de adolescencia -José Miguel, Jaime, Plácido, Juan Antonio, Félix, Pedro-, tantos profesores del San Miguel, el Martínez Montañés o Ifar y tantos libreros sabios, como el amigo André Duval de la Librería Montparnasse.
Pero es cierto, como recordó Fernando Savater, que quienes primero nos contagiaron la lectura son las mujeres. No sólo porque habitualmente eran ellas las que bregaban con nosotros y nos hacían el espléndido regalo de leernos en voz alta. También, e incluso sobre todo, por esa forma de coger los libros (que tan bien captó Fantin Latour en sus hermosos y serenos retratos de lectoras) a la vez más acariciadora y más invitante, más delicada para con el objeto y más intensa para con su contenido, como si fueran estanques o pozos a los que se asomaran para ver el reflejo de la vida o saciar una sed inextinguible.
Se puede empezar a amar los libros sólo por la ensimismada delicadeza con que las mujeres los sostienen y pasan sus páginas. Como hacían mi madre y Encarna, mi tía-madre de Regina; o aquella profesora del colegio Etienne Perrier de Tánger que nos leía en un francés perfecto -tan dulce y tan cortante a la vez- mientras paseaba entre los pupitres con una mano en la espalda y el libro delicadamente abierto en la otra. En homenaje a ellas, Savater escogió una poetisa, Emily Dickinson, para cerrar su pregón: "No hay ninguna fragata como un libro para llevarnos a tierras lejanas".
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