¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
DE POCO UN TODO
ALGUNOS estudiosos piensan que el problema del columnista es el tiempo, pero es el espacio. No resulta tan problemático encontrar qué decir cada día, habida cuenta de la incesante variedad del mundo. En realidad, lo complicado es dedicarle 2.607 caracteres con espacio a cualquier tema, aunque unos demanden el tamaño de una tesis doctoral y otros la intensidad de un haiku.
En el primer caso, uno se siente como el explorador que abre a machetazos un sendero sudoroso por el Amazonas, que se va cerrando a sus espaldas; en el segundo, como una ostra extravagante, que ya tuviese la perla, pero que se pone construir alrededor de la cual un inútil molusco a base de músculo narrativo. Hoy me encuentro así.
Ayer en un vagón de un tren un niño se puso a cantar una canción antigua. Eso es la perla, no sólo porque el niño entonaba bastante bien, ni porque había estado gritando buena parte del viaje y la canción era un remanso de paz, sino porque aquella canción que la bestia, amansada por la música, tarareaba dulcemente era una canción de mi infancia. Una sacudida de emoción me recorrió la médula espinal.
Pensé entonces que las canciones no envejecen, sino que lo hacemos nosotros. La canción de la criatura sonaba fresca, casi recién nacida, sorprendente. Si consiguiésemos mantener la mirada deslumbrada de la niñez todo nos parecería nuevo y nos ahorraríamos tantas carreras detrás de la primera extravagancia que se nos cruza. Carreras que son huidas de nuestro manido aburrimiento de hombretones.
En un poema de El fiero caballero, titulado La novedad, lo explica Chesterton, quién si no: "Y los planetas y los soles del/ silencio sideral,/ para mí son los brillos de un instante:/ el fuego artificial/ que va lanzando Dios en esta loca/ noche de carnaval". ¿Cómo podemos acostumbrarnos a las estrellas y, sin embargo, pasmarnos bajo un castillito de fuegos artificiales? Me temo que, con alguna gloriosa excepción como Chesterton, todos somos así. El mismo Dante tuvo que darse un chapuzón en el infierno para volver a ver las estrellas como la maravilla refrescante y esperanzadora que son.
La liturgia, que sabe latín, maneja muy bien los ritos, esto es, los ritmos entre lo de siempre y las sorpresas. Ahora, como todos los años, nos sorprende la Navidad, que suena a novedad no sólo por la paronomasia. No es casualidad que la fiesta más brillante del año sea la de un Niño que nace. Ha empezado el adviento, la cuenta atrás para que nosotros también nos hagamos pequeños. Así disfrutaremos otra vez entonando las canciones eternas, como el villancico que cantaba aquel niño de ayer en el tren.
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