La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Alto y claro
SEVILLA es la ciudad de las oportunidades perdidas. Lo es desde hace más de dos siglos y no hay ningún síntoma de que vaya a dejar de ser así. Todo lo contrario. Es también la ciudad de la indolencia y la desidia, de los silencios que casi nunca son muestra de inteligencia, sino simplemente de falta de coraje. Ambas características han encontrado un retrato fiel en lo ocurrido con el futuro del Metro. Sevilla se va a quedar sin una red que dé servicio a un área metropolitana que sobrepasa el millón y medio de habitantes por una decisión puramente política que contradice la lógica y que deja atrás las prioridades de servicio a los ciudadanos que deben tener las administraciones. En medio de la indiferencia de los más, veremos cómo durante los próximos años, cuando el tema salga a colación en los medios de comunicación -que será cada vez menos, como cada vez salen menos el dragado del río o tantísimos proyectos que nunca verán la luz-, habrá el consabido intercambio de acusaciones entre Junta de Andalucía, Gobierno central y Ayuntamiento que irán en una u otra dirección dependiendo del color político que en cada memento haya en San Telmo, en la Moncloa o en la Plaza Nueva. Es lo de siempre y nadie se sorprenderá por ello. Pero lo cierto es que con la colaboración de todos se ha privado a Sevilla de un medio de transporte urbano imprescindible si aspira a competir en la liga de las grandes ciudades, de las que cada vez nos alejamos más.
Sevilla ha perdido esta oportunidad por una decisión política del Gobierno andaluz, que ha desviado recurso para responder a las exigencias de otras capitales para no ser acusada de centralismo sevillano. No hay que buscar muchas más razones, porque no las hay. La Junta era la responsable de impulsar el proyecto y Madrid sólo de cofinanciarlo. Al Ministerio de Fomento, en una época de fuerte restricciones presupuestarias, le vino como anillo al dedo la actitud de la Junta; había poco dinero y muchas necesidades que atender en territorios más amigos del PP. Pero el disparate de que Sevilla se quede sin una red de Metro ha contado con un cooperador necesario: el Ayuntamiento de la capital, que se supone que es el primer encargado de defender los intereses de los sevillanos. Ni Juan Ignacio Zoido, en su momento, ni mucho menos Juan Espadas, ahora, han estado a la altura de una cuestión que para Sevilla debería ser estratégica y que sus alcaldes deberían haber tomado como una de las prioridades de sus mandatos. La actitud de Espadas, negando con la boca chica lo que él sabe que es una realidad y dando rodeos para no admitirlo, ha rozado en las últimas semanas lo grotesco. No están los tiempos como para importunar al Gobierno andaluz en un periodo político tan inestable y con todas las incógnitas abiertas.
Pero Zoido y Espadas sabían que tampoco en este tema corrían grandes riesgos. La indolente ciudad, sumida en su siesta permanente, no se iba a levantar para pasar al cobro la factura. Esas cosas aquí salen gratis. Sevilla está acostumbrada a perder partida tras partida desde el siglo XVIII y desde entonces lleva lamiendo heridas mientras mira para otro sitio. No toda la culpa la tienen las administraciones. Somos los sevillanos lo que hemos conformado la ciudad que hoy tenemos, la que pierde posiciones dentro de Andalucía con respecto a Málaga y la que ya casi no ve la matrícula a Valencia o Bilbao. La misma que ha renunciado a competir como sede de grandes empresas o a convertirse en un referente universitario o investigador. La que ha puesto todos los huevos de su desarrollo en una cesta tan frágil como es la del turismo masivo y barato. El Metro es una pérdida para nuestro futuro como ciudad pero es también un símbolo de nuestras limitaciones y, por qué no decirlo, de nuestras miserias.
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