Notas al margen
David Fernández
El problema del PSOE-A no es el candidato, es el discurso
La tribuna
SUELO contestar a esa pregunta tópica sobre la "utilidad práctica" del pensamiento filosófico con una respuesta friqui: "La Filosofía sirve para resucitar a los muertos". Luego aclaro -habida cuenta del extraño prestigio social que tiene en esta época la literalidad- que la nigromancia filosófica es de tipo espiritual, no material. El filósofo resucita ideas, no cadáveres. Y es que las ideas (que son a la Filosofía lo que la materia a la Física) nunca están muertas, sino olvidadas, no son diacrónicas o sincrónicas, sino ucrónicas, es decir, están fuera del tiempo histórico. Cada idea tiene su historia, ciertamente, pero no está determinada necesariamente por la Historia. Depende de la capacidad del filósofo su resurrección o -como decía Eugenio Trias- su re-creación. Uno de los pocos lujos que puede permitirse el filósofo y que está vedado a otros "científicos sociales" (que es como tontamente se denomina hoy a los que se dedican a saberes humanísticos) es el de elegir a sus adversarios y a sus aliados intelectuales sin importar su fecha de nacimiento. La mejor ilustración de este privilegio del pensamiento filosófico es el célebre fresco de Rafael, La Escuela de Atenas: Epicuro y Platón, Parménides y Aristóteles compartiendo el mismo espacio físico, convertidos en contemporáneos.
Desafortunadamente, los filósofos son capaces de resucitar eficazmente cualquier idea, no sólo las filosóficas o racionales. Así se entiende que, en nuestra época, muchos congéneres profesen arcaicas formas de mágico irracionalismo con la mayor naturalidad. También los monstruos de la razón son resucitables. No existe algo así como una deontología profesional para el ejercicio del pensamiento filosófico. Por lo mismo, no hay aberración intelectual que un filósofo no sea capaz de cometer impunemente. Parafraseando a Ortega, se diría que hay filósofos que resucitan ideas para convertirlas ladinamente en creencias y hay filósofos que no lo hacen. Para Ortega, las ideas son intercambiables, discutibles e interpretables. Las creencias, en cambio, no lo son porque vivimos en ellas incondicionalmente. Podría llamarse "ideología" (en el sentido bélico y maniqueo que tiene hoy el término) a lo que Ortega llamaba creencia. Las "ideologías" contemporáneas se han convertido, de hecho, en formas de vida social inmunes al raciocinio. Y es que para los creyentes en cualquier constructo ideológico posmoderno, el raciocinio es una ideología más, incluso una de las peores. Los que se aferran a certezas inatacables no soportan comprobar cómo esas mismas certezas se diluyen a poco que se las someta al escrutinio dialéctico de la razón. Es comprensible que se valore hoy tanto la visceralidad en todas sus formas: es el modo de librarse de la funesta manía de pensar racionalmente. Los filósofos genuinos están hoy tan mal vistos como Sócrates lo estuvo en la Atenas de su época. Sólo se los tolera si renuncian a corroer certezas y se dedican a hablar de la felicidad, el sentido de la vida u otros bibelots intelectuales más o menos edificantes.
Hasta aquí el largo preámbulo de esta tribuna. Es momento de confesar que lo dicho hasta ahora ya lo dijo Hegel hace doscientos años, en los albores de nuestra época. Habría imitado a Pierre Menard (ese estupendo personaje borgiano que había vuelto a escribir el Quijote siglos después de modo que la obra, siendo literalmente la misma, ya no era la misma) si no fuera porque el estilo de Hegel es desalentadoramente difícil. Su filosofía, en cambio, es de una extrema lucidez, aún hoy insuperada.
Como nosotros, Hegel se enfrenta en su época al descrédito de la Razón. Combate por igual a los románticos y a los primeros nacionalistas alemanes. A los primeros les reprocha su apología de lo instintivo -lo "emocional"- en detrimento de la reflexión racional. A los segundos, su misticismo de la sangre y del pasado inmemorial. La germanidad o Deutschtum se le antojaba Deutschdumm o germanoestupidez. Propugnaba un sistema educativo clasicista (hoy diríamos "humanístico") contrario al de los pedagogos "modernos" de la época, los filantropinistas, partidarios de una educación groseramente utilitaria adobada con zafia ideología bienpensante.
Con todo, la intuición más poderosa de Hegel es la que nos permite convocarlo en esta época, cual espíritu protector: el mundo moderno, para Hegel, es el reino de la libertad "consciente de sí misma". Dicho en román paladino: desde que abandonamos la confortable existencia animal, hemos sido libres sin saberlo, de modo aún inconsciente. El último capítulo de esta larga historia es la interiorización racional de la libertad, su humanización plena. Muchos no se han enterado aún, en fin, de que el ejercicio de la libertad requiere pensar. Bastante.
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