Abel Veiga

El último túnel

La tribuna

03 de agosto 2015 - 01:00

HACE frío en el Canal. La niebla lo envuelve todo. Pero es un frío y una niebla de insolidaridad. Extrema. Calais no es Lampedussa. Nunca lo será. La hipocresía de Europa sigue incólume. Apenas 34 kilómetros entre el Cabo de Gris-Nez y Dover. Los que separan la esperanza de la frustración, la oportunidad de la tragedia, la vida y el rechazo.

"Fog in Channel; Continent Cut Off" (Niebla en el canal, el continente está aislado). Frase apócrifa que un día apareció en un diario británico. Resume en esencia una forma de ser, de pensar, de identidad y de orgullo. No es la isla la que está aislada, es todo un continente. Y esto explica muy bien, o quizás medianamente bien, lo que está sucediendo en la Unión con el drama de la inmigración, los vergonzosos cupos y la soberbia misma de los europeos, máxime de aquellos que no viven, no asisten, no quieren ver el drama humano que hay detrás de la migración. Hacinados, sin servicios básicos, a la intemperie de sus derechos, sin nombres pero con rostros, miles de personas se amontonan en lo que despectivamente algunos han llamado La Jungla esperando cruzar el canal de la Mancha. Un camión, un tren de mercancías. Francia y Reino Unido se afanan pronto en afirmar que deportarán a estos inmigrantes a sus países de origen. Sudán, Etiopía, Argelia, Siria, Afganistán, Pakistán y un largo y étnicamente etcétera que también divide, fracciona, segrega. Solamente la ayuda local de vecinos y ONG alivian las necesidades y socorren la situación. La respuesta oficial es mirar hacia otro lado.

Europa y Occidente siguen naufragando en su crisis, de identidad, de valores, económica. No nos importa nada ni nadie, salvo el yo, prisioneros de una oquedad inhumana y que nos asfixia como personas. La tragedia, el desgarro de cientos de personas que mueren en las costas de la Europa del sur, pero Europa rica, no nos quiebran ni rasgan el alma, ni siquiera la conciencia. Es el drama de la pobreza, pero es el drama de una desoladora Europa. Un mar lleno de cadáveres. Una barcaza con quinientas vidas que esperaban, que soñaban, que anhelaban una vida mejor. Pero aquí, aquí, nadie regala nada. Paraísos de indiferencia, de vacíos, de hedonismos fútiles.

Aseveraba el síndico, el alcalde de Lampedusa hace unos meses tras una de las tragedias más grandes que hemos conocido: "¿Pero qué cosa estamos esperando?". Y acierta: ¿qué espera Europa, qué más tiene que pasar para que tomemos conciencia de una realidad aciaga, dura, trágica? Terrible. ¿Qué hacemos por los países pobres de África? ¿Qué estamos haciendo allí, consintiendo, apoyando? No queremos ver, somos ciegos viendo, somos sordos escuchando, somos fantasmas sin voz, ni conciencia, ni alma, ni fuerza, ni coraje. Cuánta miseria. Porque la indiferencia nos ahoga también, nos hace naufragar como sociedad, como pueblo, como padres.

Vergüenza, sí, vergüenza, pero miramos hacia otro lado. Siempre lo hemos hecho. Lo seguiremos haciendo. Miles y miles de inmigrantes han muerto ahogados en la noche de las lunas rotas, sin lágrimas, sin sentimientos. Rumbo a la tierra prometida, el rico Occidente, egoísta y meditabundo, ensoberbecido y embriagado de sí mismo. Aguas de Canarias, aguas mauritanas, libias, italianas, aguas del frío y gélido Atlántico, del meditabundo y tranquilo Mediterráneo, zozobra de pateras y ceguera de patrulleras marroquíes que miran a otro lado. Mafias rutilantes y tráfico humano, cadenas de esclavitud y miseria del siglo XXI. Tierras de escarnio, crisol de culturas, ocio y abundancia, de trabajo y vanidad. ¿A quién le importan estas muertes sin rostro y sin gritos que escuchemos? ¿Quién llora?

Sin papeles, a la intemperie de sus derechos y dignidad humana, potenciales explotados por algunos sin escrúpulos. Sólo son inmigrantes, sin nombre pero con apellidos, sin rostro pero con caras, sin futuro pero con presente. Sólo son y eran eso para algunos miserables. En busca de una oportunidad, pero tras ello se oculta sigilosa y, a la par, acechante la muerte, la pobreza, la insolidaridad, el abandono. La tragedia y la bravura del mar los abrazan impunemente. No los indultan en su oleaje de vida y muerte. Nadie los llorará de este lado, y quizá del otro nunca se sepa que ni siquiera murieron ahogados. Y la mar cruje de saciedad y vomita los cuerpos descarnados. Dolor ajeno, dolor humano, tragedia sin límites. La misma historia, historia que no es apenas noticia. Así es la mar, caprichosa incluso para escoger a sus víctimas. Los hijos de la noche, desnudos como la mar, sin historia, sin presente y ya sin futuro.

Ahora es el mar, en su último túnel, el del Canal el que nos muestra también una fotografía que deliberadamente ignoramos.

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