Notas al margen
David Fernández
El problema del PSOE-A no es el candidato, es el discurso
La tribuna
LA evaluación está de moda como dispositivo para la mejora de los resultados escolares. Siendo ministro de Educación, Ángel Gabilondo se pronunció diciendo que "todo lo que no se evalúa se devalúa". Por su parte, los últimos consejeros y consejeras de Educación en Andalucía reiteradamente alaban "la cultura de la evaluación". No hay programa educativo que no tenga que incluir formas de evaluación de los resultados obtenidos. La vida de los centros escolares gira cíclicamente en torno a la evaluación: se parte de los resultados obtenidos por los alumnos, se hacen propuestas de mejora, se examinan los resultados obtenidos, se hacen propuestas de mejora… No cabe duda de que el dispositivo de la evaluación se ha configurado como el elemento central de la política educativa para la mejora de los resultados a gran escala.
Proveniente del ámbito anglosajón, el mecanismo se introdujo en España en 1996 con la fórmula de los Planes de Gestión de Calidad en la Educación; en el caso de Andalucía llegó en 2001 con los Planes de Autoevaluación y Mejora, se concretó posteriormente con el conocido como Plan de Calidad y, como se ha dicho, ya forma parte de las rutinas de la escuela. Al cabo de varios años, es bueno dar al dispositivo de su propia medicina, es decir, evaluar a la evaluación.
A este respecto, no parece que los resultados confirmen la bondad del procedimiento. Es cierto que en los últimos quince años se ha reducido la denominada tasa de abandono escolar temprano, pero todos los estudios coinciden en que las causas tienen que ver con circunstancias ajenas al sistema escolar -el paro juvenil, la crisis económica…- más que con la puesta en marcha de la dinámica de la evaluación. Si, por otra parte, atendemos al nivel de logro que nos ofrecen las pruebas PISA o incluso las desaparecidas Pruebas de Diagnóstico en Andalucía, no parece que los resultados sean para tirar cohetes. No digamos si la referencia de resultados es el nivel académico que realmente alcanzan los alumnos.
La evolución de los resultados no avala la excelencia del mecanismo de la evaluación como instrumento de mejora. Igual ocurre en otros países paladines del procedimiento. En EEUU, por ejemplo, o en Inglaterra, los éxitos tampoco acompañan precisamente a la importancia que se le da a la evaluación y a la rendición de cuentas. Naturalmente no hay que despreciar el interés que tiene evaluar la gestión y las prácticas de enseñanza, pero formulado de esta manera, el dispositivo, sencillamente, no es lo que parece ni lo que se dice.
El problema radica en que el de la evaluación es un mecanismo simple que pretende actuar sobre un sistema complejo. Parte del supuesto de que la mera contemplación de los resultados ofrece señales significativas sobre sus causas; parte también del supuesto de que los docentes tienen capacidad y conocimiento para interpretar las escasas señales que se les proporciona, parte también del supuesto de que, apelando a su profesionalidad, se les van a ocurrir propuestas relevantes de mejora y, sobre todo, parte del supuesto de que sus propuestas de mejora se pueden poner en marcha. Es decir, el mecanismo en cuestión se apoya en una serie de suposiciones que no se corresponden con la realidad. La educación es un sistema complejo en el que intervienen muchas variables, pero los profesores sólo pueden actuar sobre algunas que, además, generalmente no son las más decisivas. La educación es un todo sistémico en el que las variaciones (léase propuestas de mejora) en un número limitado de factores suelen ser fácilmente reabsorbidas por el resto del sistema que permanece invariable.
Bien está la evaluación como fórmula de análisis y reflexión que puede contribuir a la mejora de la educación, pero no le pidamos cosas que son imposibles. La importancia que la política educativa concede a la evaluación como instrumento de mejora de los resultados no se corresponde con su capacidad, no se apoya en sus propios resultados ni en argumentos consistentes sobre el funcionamiento del mundo de la educación. A la vista de la insistencia con que se promociona, cabe pensar, benévolamente, en desconocimiento o ingenuidad. Pero resulta que, de paso, el mecanismo sirve para eximir a los gobernantes de sus responsabilidades sobre la mejora de la educación, actuando sobre factores que no está al alcance de los profesores, a los que se les endosa el problema. Entonces, si fuera así, más que de evaluación, tendríamos que hablar de inculpación.
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