Gafas de cerca
Tacho Rufino
Un juego de suma fea
el poliedro
HACER cosas es mucho más fácil que no hacer nada en absoluto. Y estar permanentemente activos y, sobre todo, productivos es uno de los grandes valores falaces de nuestra sociedad. Con ese principio inoculamos a nuestros hijos el virus del "no pares, sigue, sigue" y su eventual consecuencia, la ansiedad crónica: chino cantonés, jawara jitsu, fagot dulce, hípica en inglés, danza contemporánea, patinaje salsero, cocina para peques, natación colorterápica. El móvil es, a la postre, el cómplice necesario para este no parar por no parar. Conocerán la frase que enunció Pascal allá por el siglo XVII, cuando no había móviles ni reuniones por Skype: "Todas las desdichas del hombre derivan del hecho de que no es capaz de estar sentado tranquilamente, solo, en una habitación". El perpetuum mobile de la faena, la agenda humeante y los compromisos profesionales o sociales tiene claras trazas en la Biblia ("Ganarás el pan con el sudor de tu frente"), y siglos más tarde Lutero afirmaba que los pobres son pobres porque eran vagos y deben ser castigados con el trabajo duro. Esos tótems de las costumbres están tan plenamente arraigados en nuestro sistema ético como lo está su correlativo tabú: "No hacer nada es malo; la pereza es la madre de todos los vicios".
Recuerdo a una pequeña compañía de legionarios en el Peñón de Alhucemas, cuyo joven teniente no paraba de infligirles duras sesiones de entrenamiento a cualquier hora, inesperadas alarmas y simulacros, patéticas lecturas en voz alta. Todo con tal de que la tropa no estuviera quieta. Yo, solitario telegrafista, tenía tanto tiempo libre y tan escasos estímulos tecnológicos o sociales que allí escribí más literatura -o conatos de literatura- que en los quince años transcurridos tras acabar la mili, y experimenté con cierta profundidad en la fotografía. Porque el mucho trabajo no estimula la creatividad y la sacrosanta innovación -otro gran tótem contemporáneo-, sino todo lo contrario. De hecho, lo que el joven teniente hacía con sus proyectos de soldados aguerridos era adormecer toda forma de creatividad, y es ése justamente uno de los principios esenciales de la vida de la inmensa mayoría de los militares: aquéllos que no deciden, y sólo obedecen. Como el pelo corto, es así en todos los ejércitos del mundo. Por algo es. Por eso, si nos creemos que la innovación, santo grial de la gestión de empresa de hoy, es la clave, debemos ser consciente que el echahoras innovará poco o mal, y quizá sólo esté, con la sobrecarga, más controladito: mientras tanto trabajas (y tanto te estresa la agenda y tanto vas de culo todo el día y tan tarde llegas rendido a casa), menos piensas. Por no hablar de la felicidad "personal" y la sintonía del individuo con el cosmos, asuntos que dejamos gustosamente a Paulo Coelho.
Andrew J. Smart, un investigador de la Universidad de Nueva York ha publicado sus hallazgos sobre este asunto (El arte y la ciencia de no hacer nada, Clave Intelectual), y concluye que el mundo iría bastante mejor, e incluso sería más productivo, si fuésemos más vagos. Smart, que tiene nombre de tipo listo, no dice que un hipster apalancado zorrunamente en el sofá todo el santo día sea algo que tenga que ver con lo que él propone. La sacralización del ocio productivo es un error, si no un engaño de tradición oral y escrita. El esfuerzo continuo, dice, no nos hace ser más felices ni conseguir mejores resultados. Eso sí, acaba con nuestra serenidad y, por tanto, con nuestra creatividad. Muchos se hallan ante un tremendo horror al vacío al salir del despacho: son víctimas de la falacia-trampa del sudor y las doce horas en el tajo. Entrenemos la meditación -que conciste en no pensar, tengo entendido- y el dolce far niente en agosto. Es difícil, pero es lo suyo.
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