La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
La tribuna
ÉRASE una vez un país en el que todas las niñas tenían una Barbie, esas muñequitas de piernas interminables, zapatitos de tacón y cinturitas de avispa. En ese país y en esa época vivió una madre tan mala, tan mala, que nunca le compró una Barbie a su hija. Para ablandar el corazón de esa mala madre, la pobre niña le decía que si cuando creciera era rellenita, de piernas cortitas y pecho plano, no se iba a poner triste. Pero esa madre no se fiaba de que su hija fuera capaz de sustraerse al hechizo de las piernas interminables y las cinturitas de avispa que había llevado a tantas niñas a la terrible anorexia, o al de los zapatitos de tacón, que llevaba a muchas otras a las esclavitudes de las modas. Por eso, aunque la niña lloró y lloró pidiendo una Barbie, la mala madre no se ablandó y la niña tuvo que resignarse a vivir sin ella. Incluso les explicó a sus abuelas que no les pidieran a los Reyes una Barbie para ella, porque su mamá la iba a dejar en la puerta de la casa, junto a la bolsa de la basura.
Muchos años después la mala madre encontró una chica que había estudiado algo tan poco femenino como física y trabajaba en una profesión tan poco femenina como programador informático. Esta chica le contó que su madre nunca le había comprado una Barbie ni le había contado el cuento de la Bella Durmiente. Es más, le había dicho que los príncipes azules despintaban y que era mucho más divertido ser el caballero que recorría el mundo que la princesa primorosa que lo aguardaba en el castillo. La mala madre se puso muy contenta al saber que en el país en el que todas las niñas tenían una Barbie, al menos una madre había sido tan mala como ella.
Pocos días después de ese encuentro, la programadora encontró un artículo muy curioso y se lo envió a la mala madre. Describía un estudio que ponía de manifiesto que las niñas que jugaban asiduamente con Barbies pensaban que las mujeres podían ejercer un número limitado de profesiones, las calificadas tradicionalmente como "femeninas", mientras que las que no jugaban con esas muñecas carecían de limitaciones a la hora de decidir qué profesiones podían ejercer las mujeres. Las hijas perdonaron entonces a las malas madres, cuyo único pecado había sido poner lo que creían que era importante para la educación de sus hijas, por encima de su deseo de satisfacer sus caprichos cuando eran niñas.
Pero tras la reconciliación ni madres ni hijas pudieron ser felices y comer perdices, porque el enrevesado espíritu de las Barbies se ha transformado. Ya no es sólo una muñeca, ahora son auténticos centros de adoctrinamiento donde visten de princesas a las niñas de muy pocos años, las peinan, las maquillan -previa limpieza de cutis y tratamiento con rodajas de pepino- y les hacen la manicura y la pedicura -a saber qué tipo de lupa emplean en esta tarea-. Antes del fin de fiesta consistente en la degustación de pastelillos, rosas por supuesto, las pequeñas princesas maquilladas y pintadas hacen un desfile de modelos. Si, inadvertidamente, se cuela algún hermano, lo visten de caballero y lo dejan a un lado mientras un séquito de muchachas maquilla y peina a las princesas. La mala madre de antaño está estupefacta: no puede creer que haya madres y padres que voluntariamente lleven a sus hijas a unos sitios en los que en lugar de animarlas a jugar, hacen que se comporten como una caricatura de las madres.
Mientras que esos centros de adoctrinamiento abren una franquicia nueva cada semana, hay una nueva generación de malas madres que ha pasado a la acción y se niega a llevar a sus hijas a los mismos. Resistir las súplicas de las niñitas, reflejo de los envites del voraz mercado que busca cada vez presas más jóvenes, no es tarea fácil. Especialmente porque muchos padres y madres de sus amiguitas no ven ningún mal en ellos y, además, hay tías o abuelas incapaces de negarles nada a sus princesitas. Pero esas malas madres, como antaño las que nunca dejaron a las Barbies traspasar el umbral de sus casas, no sólo resisten impertérritas, sino que han dejado de llamar a sus hijas princesas. En lugar de eso, las llaman astronautas o exploradoras y les dicen que cada noche se duermen para descubrir una nueva estrella o un nuevo continente. Las hijas, que con esa edad tienen imaginaciones desbordantes, se levantan cada mañana felices, contando las apasionantes aventuras de la noche anterior. Liberadas de las rodajas de pepino para quitar las inexistentes arrugas y de los zapatitos de tacón que les impiden correr y saltar, las hijas de las nuevas malas madres sueñan con ser las protagonistas de sus vidas.
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