Notas al margen
David Fernández
El problema del PSOE-A no es el candidato, es el discurso
La tribuna
ALGUIEN podría pensar que estando en vísperas de las elecciones al llamado Parlamento Europeo, que -conviene insistir- realmente no lo es porque carece de las funciones mínimas necesarias para ser considerado tal, quienes van a pedir nuestro voto estarían planteando, a debate público, las cuestiones claves que se están cociendo, muchas de ellas sin luz ni taquígrafos, en las instituciones europeas, sobre todo en la Comisión. Una institución esta no sujeta a control democrático alguno y sí a los dictados del Banco Central y del Fondo Monetario Internacional.
Ese alguien sería, sin duda, un ingenuo o padecería autismo agudo: ¿han escuchado o leído ustedes que desde alguno de los partidos del sistema -mucho más cercanos entre sí de lo que intentan hacernos creer- o desde alguna de esas plataformas formadas a toda prisa para aprovechar lo que llaman "oportunidad electoral para construir una alternativa" (?) se esté hablando, por ejemplo, de si nos interesa o no permanecer en la zona euro, o de la creciente pérdida de soberanía, en todos los ámbitos, que sufrimos por pertenecer a la UE?
El lema cutre de Ya semos europeos que podía leerse en pegatinas pegadas en la trasera de algunos coches a raíz de nuestra entrada en el Mercado Común (y de nuestra definitiva permanencia en la OTAN), reflejaba tanto la satisfacción por lo que fue vendido como una homologación a las democracias europeas como el analfabetismo profundo sobre lo que ello iba a suponernos.
Tampoco ningún partido se opuso y ni siquiera señaló la necesidad de discutir sobre nuestra incorporación al euro, a pesar de que ello constituía una importantísima cesión de soberanía, al rehusar a la posibilidad de realizar políticas económicas que pudieran responder en el futuro a nuestros intereses. Y es que el nacionalismo españolista sólo es sensible a las reivindicación de competencias por parte de los pueblos sin Estado pero no tiene problema alguno para ceder trozos del territorio "nacional" para bases extranjeras, ni para acatar los dictados de la Merkel o la Troika de turno, ni para aceptar el dominio de las grandes empresas trasnacionales.
En este contexto, no debe sorprendernos que no se hable aquí de una nueva amenaza, próxima a convertirse en realidad: el Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión (ATCI) que está negociando, sin transparencia alguna, la Comisión Europea con el gobierno de Estados Unidos. El objetivo es la eliminación de aranceles para productos industriales, agrícolas y de servicios con el objetivo de construir un espacio de "libre" comercio y de "libre" inversión de capitales que, a la vez, suponga un dique a la expansión comercial de China. Entre otras novedades, facilitará el acceso sin restricciones de las empresas multinacionales norteamericanas y europeas a todos los ámbitos, incluidos aquellos referidos a los Bienes Comunes, es decir, a los elementos indispensables para la vida, y a los servicios hasta ahora públicos, convirtiendo unos y otros en mercancías para la obtención de beneficios.
Entre sus consecuencias prácticas más inmediatas, la firma del tratado traerá la disminución de la seguridad alimentaria -por ejemplo, invasión de productos norteamericanos con transgénicos o de pollos desinfectados con cloro y otras sustancias actualmente prohibidas en Europa-, el levantamiento de obstáculos para el fracking (extracción de petróleo y gas inyectando en el subsuelo agua a presión con sustancias tóxicas), la pérdida de más empleos en importantes sectores productivos, más recortes sociales y consecuencias también en la educación, la sanidad y las industrias culturales.
Lo que sí garantizará el tratado es la "protección de las inversiones". Quiere esto decir que los Estados podrán ser llevados a los tribunales si la protección de los derechos de los ciudadanos supusiera "una limitación de los beneficios de los inversores extranjeros". Conviene señalar que, en su momento, PP y PSOE hicieron aprobar en el Congreso de los Diputados una propuesta de apoyo sin matices a la negociación del tratado, del que no explicaron nada y siguen sin hacerlo.
La Europa cuyos poderes fácticos -financieros, empresariales y políticos- impulsan este Tratado, anulando toda participación democrática, es la que pide nuestra legitimación en las próximas elecciones al Parlamento Europeo. Como escribía, hace pocas fechas, en este diario Joaquín Aurioles, "es difícil encontrar en toda la Unión una institución más costosa e inútil que esta". Siendo esto así, ¿debemos participar en la legitimación, o sería mejor explicar con claridad la estafa, señalar con el dedo a los estafadores y tratar de situar las resistencias en un nivel menos quimérico (y menos corrompido) que el electoral?
También te puede interesar