La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
MARIO Vargas Llosa, el gran escritor que, hace pocos años, dio el pregón en el teatro Lope de Vega que abría el ciclo taurino de la feria de Sevilla, ha publicado recientemente un libro, La civilización del espectáculo (editorial Alfaguara), algunas de cuyas reflexiones resultan también aplicables a la situación actual de las corridas de toros. Explica que su libro surgió "a raíz de la incómoda sensación que solía asaltarme a veces visitando exposiciones, asistiendo a algunos espectáculos, viendo ciertas películas, obras de teatro o programas de televisión, o leyendo ciertos libros, revistas y periódicos, de que me estaban tomando el pelo y que no tenía cómo defenderme ante una arrolladora y sutil conspiración para hacerme sentir un inculto o un estúpido". Muchos asistentes a una tarde de toros reconocerán que esa misma sensación de que les están tomando el pelo les asalta con bastante frecuencia, sin saber -igual que Vargas Llosa- cómo defenderse contra una conspiración que en el caso de las corridas, para mayor bochorno, tiene, además, caras y nombres propios.
La lectura de este libro ayuda, pues, a comprender que la degradación paulatina que han sufrido las fiestas de toros, en los últimos veinte o treinta, años constituye un fenómeno social compartido por otros muchos espectáculos. A la oleada general de frivolidad que padecen tantas manifestaciones artísticas y culturales también han sucumbido los toros. Hubiera sido ingenuo e iluso esperar heroicas resistencias del mundo taurino a la hora de acomodarse a lo que suele llamarse la evolución de los tiempos. Pero aceptado que los cambios de gusto del público imponen otros valores, cabe de todas formas plantear una pregunta clave: ¿hasta dónde se puede tolerar una adecuación a las novedades sin que ello signifique una clara y verdadera tomadura de pelo? O, dicho con las palabras precisas de Vargas Llosa: ¿cómo defenderse ante una arrolladora y sutil conspiración?
Una defensa que se hace más difícil, en nuestro caso, porque los propios "conspiradores" han hecho creer que lo primordial en estos momentos es defender la fiesta de sus enemigos exteriores, y mientras tanto, con esa coartada, el taurinismo actúa y manipula de acuerdo con sus dos intereses fundamentales: conseguir el máximo beneficio económico y disminuir en todo posible el riesgo de la lidia. Estos dos últimos aspectos han sido, desde luego, consustanciales con la historia de la corrida. Siempre ha sido así. Se organiza el espectáculo para obtener unas ganancias y los diestros, desde los inicios del toreo a pie, han procurado aliviarse, en lo posible, del peligro que supone un toro íntegro y poderoso. Pero el problema se plantea ahora con más agudeza que nunca porque la imposición de esos intereses no encuentra quien la contrarreste. Nadie frena esa tendencia porque la voz y opinión del aficionado ha desaparecido de las plazas y, como las autoridades tampoco quieren complicaciones, la corrida se desplaza en una sola dirección: la que conviene al taurinismo.
Hace unos meses, como contrapartida positiva de la abolición de las corridas de toros en Cataluña, parecía llegado el momento de utilizar aquel revulsivo para proceder a una cierta regeneración interna de la fiesta. Pero todo ha quedado en simples movimientos aparentes sin la más mínima incidencia en el funcionamiento de la corrida. Por ejemplo, el énfasis puesto en que el espectáculo pasase a depender del Ministerio de Cultura se ha revelado una oportunista maniobra de distracción, fotos incluidas. Las plataformas y mesas del toro se han quedado en pura retórica, incluidas esas declaraciones institucionales que piden acoger la tauromaquia bajo el nuevo manto protector de un bien cultural. Extraño artefacto esto último, que ni paralizará la ofensiva de los animalistas y prohibicionistas, ni devolverá a los tendidos a los muchos aficionados que han desertado cansados de tanto toro inválido y de una lidia convertida en puro efectismo. Ni mucho menos atraerá a un público nuevo y joven, al que no se puede seducir ni conmover con la cansina palabrería de esas voces cándidas que proclaman que "los toros son cultura" o que están "muy enraizados en la tradición española" o que constituyen una de las "esencias de nuestra historia".
Ni la Unesco ni las proclamas de los ayuntamientos van salvaguardar la fiesta, si no hay reforma desde dentro. Los toros han sido un espectáculo lleno de vitalidad en los que los diestros que querían triunfar se jugaban la vida plenamente porque no había forma de esquivar el riesgo. Un público entendido y conocedor así se lo exigía y la autoridad, reglamento en mano, regulaba la opinión del aficionado. Las corridas no por ello eran perfectas, pero era más difícil que los taurinos le tomaran el pelo a los que estaban en los tendidos. Hoy las cosas han cambiado, pero no es sólo el cambio hacia la degradación general denunciado por Vargas Llosa. En el toreo es mucho peor, porque la trivialización se ha impuesto por doquier. El público ha perdido la voz, acepta que le tomen el pelo y la mayor parte de los diestros, empresarios y ganaderos, conscientes de que nada limita su poder, saben lo que pueden conseguir, por lo menos todavía durante quince o veinte años. Y, para después, no hay que preocuparse habrá buenos espectáculos con brillante toreo de salón, exhibición de reses con trapío y buen cante flamenco. Cada hora un pase.
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