La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
DE POCO UN TODO
LA Semana Santa es el momento de escribir este artículo, que da por sentada nuestra catolicidad. En otra época del año, eso se me discutiría. Ahora basta invitar al polemista a que se asome a su ventana. Me temo que me habré ganado algunos lectores con el título, a los que voy a decepcionar enseguida, gracias a Dios. No pretendo más que analizar el poco peso electoral de la corrupción en España.
Que la corrupción no pase demasiada factura no es un asunto privativo de Andalucía. El PSOE concurría a nuestras elecciones con un historial escandaloso, cierto, pero ni ha ganado las elecciones, ni esa relativa tolerancia pasa sólo aquí. El PP valenciano arrasó, aunque también tenía sus cosas en el armario. Y en Cataluña, CiU gana a pesar de sus clásicos tantos por ciento. Tampoco es cosa exclusiva de España: en Italia, tuvimos al casi incombustible -aunque muy al final quemado- Berlusconi.
Tiene parte de verdad la tesis de Max Weber de que la auténtica división en Europa se produce entre los países protestantes y los católicos. Entre otras cosas, los católicos soportamos más la corrupción. La razón es teológica, creo. Para el protestantismo el hombre está podrido por principio, de modo que sólo la fe puede salvarlo, y en política, sólo una estrecha vigilancia y la represión controlarlo. Para el catolicismo, la naturaleza humana, tras la Caída, quedó algo afectada, con ciertas tendencias al mal evidentes, pero en el fondo el ser humano sigue siendo bueno. Sus debilidades no son esenciales y la confesión viene a cerrar el sistema: no sólo el pecado es ajeno a su ser mismo, sino que además se borra con un sencillo rito. El mundo da muchas vueltas, como se sabe, y ahora toca considerar a la Iglesia como muy estricta, pero ayer no más se la atacaba por indecentemente laxa. Tanto los donatistas como los puritanos se escandalizaban de su misericordia hacia los pecadores.
Misericordia que sigue imperando en el espíritu de nuestra sociedad y que, sin duda, resulta mucho más amable y elegante que vivir obsesionados con fiscalizar las porquerías del prójimo. El problema es que para el funcionamiento de un país es vital perseguir implacablemente la corrupción. Ambas cosas pueden y deben conciliarse: como la Iglesia tiene la confesión, el Estado de Derecho dispone del poder judicial. Mientras que nadie pretenda que un éxito electoral le exima de rendir cuentas a la Justicia -sería un puritano invertido-, podemos delegar en el Código Penal y no votar ni vivir obsesionados por la podredumbre. Una división de poderes efectiva es fundamental: salvaguarda también nuestra idiosincrasia.
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