Rafael Salgueiro

Reformas 'aggressives' a la inglesa

análisis

Las medidas del Gobierno modifican toda una arquitectura institucional sustentada en creencias erróneas · No van a tener un resultado inmediato y su aplicación se enfrenta a privilegios en muy diversos ámbitos

18 de febrero 2012 - 01:00

EL Gobierno de España ha emprendido decididamente el arduo e impopular camino de reformas estructurales que muchas voces institucionales, académicas y empresariales venían sugiriendo o reclamando, según los casos, para recomponer algunas de las bases del funcionamiento de la economía española. Sin embargo, la naturaleza de estas reformas y las sinergias negativas entre los problemas hacen imposible que su resultado vaya a ser inmediato y además su disposición y aplicación se enfrenta con privilegios que se resisten a ser removidos en muy diversos ámbitos.

Las medidas gubernamentales son de fácil aplicación cuando nadie se siente perjudicado o no percibe un perjuicio futuro, mientras que los beneficiarios son fáciles de identificar. Por eso el aumento del gasto público suele ser bien recibido cuando se financia sin necesidad de elevar los impuestos, gracias a la expansión de la base fiscal o gracias al endeudamiento público. La ciudadanía y la izquierda tienden a creer que esa elevación del gasto es buena por sí misma, ya que la primera percibe unos equipamientos y servicios públicos mejorados o ampliados y la segunda la concibe como un paso más de la transformación de la sociedad hacia su Estado ideal. Además, la recompensa electoral en estos casos está casi asegurada, qué duda cabe. En Andalucía lo sabemos mejor que nadie.

Las medidas difíciles son justamente las contrarias, cuando los perjudicados son nítidos y su perjuicio es real mientras que los beneficiarios son difusos y su beneficio es sólo potencial. Esta circunstancia fue muy bien examinada por Milton y Rose Friedman en su libro La tiranía del statu quo, en el que postulan la existencia de un "Triángulo de Acero" formado por las burocracias estatales asentadas en el sistema, los políticos capaces de casi todo a cambio de los votos y los beneficiarios directos de ciertas "políticas sociales", incluyendo en este vértice tanto a los sindicatos y lobbies empresariales como a las personas favorecidas por un exceso de protección. Verán como tendremos ocasión de contrastar esta tesis a lo largo de los próximos meses.

Las reformas que se están abordando modifican sustancialmente una determinada arquitectura institucional, entendida ésta como un conjunto de normas, procedimientos, costumbres, agentes operadores y grupos de interés. Esta arquitectura puede estar soportada también por juicios de valor o creencias erróneas y generalizadas entre la población, lo que es frecuente porque las verdades en Economía, y alguna hay, suelen ser contraintuitivas. Los factores de resistencia al cambio son generalmente fáciles de descubrir pero no siempre son fáciles de manejar, bien porque sea difícil compensar a los perjudicados o bien porque es imposible hacerlo cuando la reforma afecta de plano a su propia naturaleza y misión existencial. Así sucede con las organizaciones sindicales ante la reforma laboral -caben pocas dudas de que sólo se están defendiendo a sí mismas- y así sucederá con las instituciones públicas que habrán de ser profundamente transformadas, ya sean las televisiones, la atención sanitaria o toda la profusión de agencias, empresas y organismos públicos que además de infinanciables no tienen razón de ser. Y en muchos casos deberían simplemente desaparecer, habida cuenta de los vanos intentos de racionalización que ya se abordaron en el pasado o la vacuidad del cometido que tienen asignado.

Otro de los problemas serios que afronta la gestión del cambio que ha emprendido el Gobierno es que sus consecuencias positivas no tienen un horizonte temporal o un resultado que se pueda cuantificar anticipadamente, lo que le impide utilizar el siempre útil mecanismo de la promesa o el del señuelo de color verde, que al menos resulta reconfortante para los más crédulos. Se sitúa el Gobierno en el terreno de las condiciones necesarias para la recuperación económica pero no está en su mano la condición de suficiencia, casi en ninguna de las reformas emprendidas o comprometidas. No lo está completamente en el precio de la energía eléctrica, por más que contenga el gasto en renovables, aborde el déficit de tarifa o modifique el funcionamiento del mercado eléctrico, porque no puede influir en el precio de la energía primaria. Tampoco asegura la suficiencia de crédito la concentración del sistema bancario, por más que sus exigencias y ritmo contrasten vivamente con la parsimonia con la que nos habíamos conducido. Y, desde luego, la reforma laboral no logra por sí misma que se cree el puesto de trabajo que justifica la contratación de un nuevo empleado, ni que vaya a sobrevivir una empresa cuya demanda haya decaído irremisiblemente. Tampoco pueden asegurar la inversión y el éxito empresarial las mejoras ineludibles que hay que introducir en la normativa y procedimientos administrativos relacionados con la actividad empresarial. Estas últimas son, por cierto, unas mejoras que han de tener tanto empuje y dinamismo como la reforma laboral de la ministra Báñez, por decirlo con el significado apropiado del aggressive que se ha hecho famoso.

La alternativa que algunos todavía reclaman está esencialmente basada en el gasto público y en contemporizar con los problemas, tal como ensayamos durante algunos años tras la desdichada reunión del G20 de noviembre de 2008. Ya hemos visto que eso tampoco ha cumplido la condición de suficiencia para promover la recuperación económica. Y no lo ha hecho por una razón de peso: el aumento del gasto público y la ausencia de reformas profundas eran justamente todo lo contrario a las condiciones necesarias que se requieren para volver al crecimiento económico.

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