La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
La ciudad y los días
SE había dado a conocer con 16 años a través de los micrófonos de la chilena Radio Minería en 1954. Hizo sus primeras giras internacionales en 1955 y 1956 con la orquesta de Roberto Inglez, uno de los reyes de la música latina de los años 40 y 50 que, sorprendentemente, resultaba ser un escocés llamado Robert Inglis que se había convertido a los ritmos latinos tras coincidir con Edmundo Ros en la Royal School of Music, debutando, tras españolizarse el nombre, con la Don Marino Barreto's Cuban Orchestra en 1940 en el Cosmo Club de Wardour Street mientras caían las bombas sobre Londres. Pronto Inglez formó su propia orquesta y se convirtió en una de las estrellas del Savoy, saltando de allí a las más importantes salas de fiesta y hoteles de Estados Unidos e Iberoamérica. Fue en el Waldorf Astoria de Nueva York, como vocalista de Roberto Inglez & His Latin Orchestra, donde nuestra cantante obtuvo sus primeros éxitos.
Con él llegó a España en 1957 para actuar en el Pasapoga de Madrid durante un mes que el éxito convirtió en tres. Tras separarse de Inglez y pasar por la orquesta de Bebo Valdés, se independizó como solista y se estableció en Madrid. La auténtica popularidad la alcanzó al grabar su primer disco en España en 1959 (con los boleros Pequeña e Historia, Rogar -que era una versión de My Prayer de The Platters- y el baión La danza del besar); y, sobre todo, al ganar el primer Festival de Benidorm en 1960 con Un telegrama de Gregorio García Segura. De su mano y de la de Augusto Algueró reinó durante casi una década con Tómbola, Comunicando, La montaña, Don Quijote, El día de los enamorados, Eres diferente, Ola, ola o Envidia. Adaptó también éxitos franceses, italianos y norteamericanos, y fue una de las primeras cantantes que divulgaron en España canciones de películas. En 1966 se trasladó a México, viviendo otras dos décadas de éxitos musicales y televisivos.
Era -y seguirá siendo en sus discos y en nuestra memoria- Monna Bell, la gran cantante chilena que falleció el pasado martes, una de las reinas del "Discomanía" del también chileno Raúl Matas que desde 1959 nos iba descubriendo la música moderna en la cadena Ser, la voz de nuestras tardes y noches niñas de verano, parte de aquel ensueño de modernidad y confort que -nacían los años 60- se soñaba en las películas americanas o en sus versiones nacional-optimistas de Conchita Velasco o Marisol cuyas canciones cantaba Monna Bell. La despedimos, con tanto agradecimiento como pena, enviándole aquel telegrama suyo que decía: "Destino, el corazón. Domicilio, cerca del cielo".
También te puede interesar
Lo último