Luis Felipe Ragel

La segunda oportunidad

la tribuna

24 de septiembre 2011 - 01:00

LA vuelta de las vacaciones veraniegas es un mal momento para los matrimonios. Muchas parejas se rompen durante las vacaciones estivales, época en la que los cónyuges se rozan y se molestan más, en la que no tienen la excusa del trabajo para poner tierra por medio, en la que tienen tiempo para decirse todo lo malo que opinan el uno del otro. Algunas veces esas confrontaciones son tan fuertes que los cónyuges deciden romper la vida en común.

Consideré acertada en su día la Ley 15/2005, de 8 de julio, vulgarmente conocida como Ley del divorcio exprés, porque pensaba que cuando un cónyuge decide romper su matrimonio, su obstinación será tan grande que los obstáculos que la ley le ponga sólo lograrán exacerbar su deseo. Lo único que consigue una ley que coloque dificultades en el camino de la ruptura será agravar los enfrentamientos; sobre todo, cuando hay una tercera persona esperando.

Las estadísticas muestran que el mayor número de rupturas se produce por parte de personas que tienen entre 40 y 49 años. En esa época de su vida, creen que aún están a tiempo de buscar una segunda oportunidad, encontrar una persona que se acople mejor a ellas que el cónyuge actual. Los hijos suelen ser aún menores de edad pero ya no son bebés y es el momento adecuado para intentarlo. Dentro de unos años habrá pasado ese último tren y no pueden permitirse sufrir más tiempo la mediocre convivencia.

Escribía Schopenhauer: "El que cierto hijo sea engendrado; ése es el fin único y verdadero de toda novela de amor, aunque los enamorados no lo sospechen". Aunque siempre habrá excepciones, la mujer quiere ser madre, lo anhela desde que juega con sus primeros muñecos y los acuna. Para eso la ha llamado la naturaleza y tiene una orden imperiosa que cumplir. Es su misión en este mundo, hablando desde un punto de vista natural.

La naturaleza ofrece una primera etapa de apareamiento fogoso y regala a los cónyuges un considerable número de ocasiones para conseguir el resultado pretendido: que la mujer se quede embarazada. Pasada esa primera etapa, que culmina con el nacimiento del primer hijo, el padre pasa a un plano inferior en la mente y en el corazón de la mujer. En muchas ocasiones, ese padre se involucra en el crecimiento y en la educación de los pequeños casi tanto como la madre. Esos esfuerzos y el paso de los años hacen que el interés físico entre los cónyuges comience a decaer y entonces llega el momento culminante de cada historia matrimonial.

Un buen día, uno de los cónyuges se da cuenta de que existe un abismo de distancia entre los primeros tiempos del matrimonio y los momentos actuales. En muchas ocasiones sopesará si le interesa seguir con una relación a la que le falta ya aquel ímpetu inicial, en la que la ilusión por hacer cosas juntos ha sido sustituida por la ilusión compartida de ver crecer a los pequeños. Ahí debería terminar esa historia de amor. Los cónyuges querrían separarse si obedecieran fielmente a su instinto. Etapa finalizada o, como dicen en las películas, "fue bonito mientras duró".

Pero existen otros factores que contrapesan ese deseo, que en muchas ocasiones se oculta al otro miembro de la pareja. Me refiero a la familia unida, el dulce hogar, el bien de los hijos. Así que el hombre y la mujer, que realmente ya han cumplido sus objetivos egoístas, simularán en muchas ocasiones que quieren seguir juntos por ellos mismos, cuando lo cierto es que lo hacen por pura conveniencia.

En otras ocasiones, uno o ambos cónyuges no se resignarán a vivir la etapa de pareja madura y decidirán buscar esa segunda oportunidad, empezar una nueva vida, encontrar a otra persona con la que, si aún están a tiempo, volverán a repetir el ciclo de amor apasionado, engendrar hijos y, aunque no lo piensen, el decremento posterior del interés físico.

España es el segundo país europeo en porcentaje de divorcios en relación a los matrimonios celebrados. Las rupturas matrimoniales son demasiado frecuentes y en todas las aulas de los colegios hay hijos de padres divorciados.

Y esa es la inmensa pena que me da todo este asunto. Con el divorcio, los hijos son los grandes perdedores. Por mucho que un padre los visite, por mucho que éste trate de suplir su ausencia, en algún momento del día, cuando estén en casa, le llamarán y su madre tendrá que decirles: "No, Pepito; papá ya no vive aquí. No llores, que mañana le verás". Y el niño tendrá que resignarse, no tiene otra salida. Sus padres han buscado la segunda oportunidad, pero a él se la han negado.

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