La sonrisa del bárbaro
Boris Vian dio cuenta en 'Vercoquin y el plancton' del triunfo de lo irracional, de lo imprevisto, del absurdo y de la ferocidad de las vanguardias de principios del siglo XX
En Boris Vian se cruzan, de modo natural, dos violencias opuestas: la vocación demoledora de las vanguardias, su alegre desmembramiento de la tradición narrativa, y la agonía existencial de la posguerra. También florecerá en su obra aquella violencia, celérica y masiva, de la gran novela negra americana. Así, si en las tres primeras décadas del XX, la literatura se ocupó de fracturar cuanto de razonable, de premeditado, había en la escritura, la dilatada mortandad de los 40 abrirá un precipicio (el precipicio del interior humano), en el que el hombre ronda sus zonas abisales, hasta toparse con el absurdo. Es la hora de Beckett y Cèline, de Camus y de Sartre. Sin embargo, Vian es previo -en ningún caso ajeno- a este encapsulamiento literario. En Vercoquin y el plancton, como en Lobo-hombre en París, como en Escupiré sobre vuestras tumbas, lo que se ventila es una enérgica remoción del mundo, un fenomenal combate, pero nunca el abandono del hombre a sus propias y menguadas fuerzas.
Quizá la característica más obvia de Boris Vian sea la ferocidad. Una ferocidad que comparte, salvando las distancias, con el Henry Miller de los Trópicos y La crucifixión rosada. Si Miller, que también escribe al filo de los años 40, ha encontrado en el sexo una suerte de beatitud, de íntima vulneración del orden anodino y mostrenco de las cosas, en Vian encontramos que el sexo, junto con la violencia, son las rendijas humorísticas por las que el mundo recupera su esplendor: un esplendor, en cualquier caso absurdo, excesivo, salubre, en el que el hombre vindica su antiguo señorío, la primacía individual sobre la masa, ordenancista y mezquina. El referente inmediato de ambos es, obviamente, Rimbaud; aquel Rimbaud de las Iluminaciones que escribe: "Un día senté a la belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié". De igual modo, Vercoquin y el plancton es una refutación de lo bello usual, de las delicias mundanas, que acaba y comienza con el vértigo disparatado de una Surprise-party. La semana pasada, Braulio Ortiz daba noticia aquí, en este suplemento, de la reedición de algunas obras de Jardiel Poncela. En Amor se escribe sin hache, en ¡Espérame en Siberia, vida mía!, en Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?, escritas una década antes que Vercoquin..., lo que Jardiel nos ofrece es la juvenil trepidación de la Europa de entreguerras. Una trepidación hecha de copas tintineantes y profundos escotes, sobre un fondo movedizo de sport-men, yatch-clubs y hermosos descapotables. Ese mundo crepuscular, burbujeante, nacido de la fugacidad, es el mismo que asoma en estas páginas, o aquél que se rigoriza y vive, con calidades metálicas, en la pintura de Tamara de Lempicka.
Pasada la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, la literatura y el hombre prestarán atención a otros asuntos. Desde esta perspectiva, Vercoquin y el plancton, escrita en el 43, no deja de ser una anomalía, o la última brasa de una Europa extinta. Aunque en el París de los 50 aún existieran las jazz-band (Vian era trompetista en una de ellas), el jazzbandismo de Gómez de la Serna había quedado sepulto bajo los escombros. No obstante, es el humor de Apollinaire, de Alfred Jarry, de Jacques Vaché, de Arthur Cravan, lo que asoma a esta novela, cuya naturaleza disolvente radica, no tanto en la mordacidad y el desenfreno con que se dirigen sus protagonistas, como en el carácter irreal, maleable, congestivo y amorfo, con que la realidad se nos presenta. Sin duda, Vercoquin y plancton es una novela de amor. Pero un amor que participa, como el amor fou de Breton, de una ingente capacidad destructiva. Se trata, en suma, del triunfo de lo irracional, de lo imprevisto, sobre el apacible orden mesocrático. Las páginas dedicadas a la unificación de criterios, al fantasmal organismo de la CNU, donde trabaja el protagonista, son admirablemente absurdas. Y el vigoroso entusiasmo de las Surprise-party, transmite al lector una alegría salvaje. La alegría de demoler, destruir, laminar, de dar a luz un mundo nuevo... Esa fue la propuesta de las vanguardias, apenas empezado el XX. Vercoquin y el plancton es un magnífico y tardío ejemplo de ello. Luego, el siglo les daría la razón, innumerablemente.
Boris Vian. Trad. Lluís María Todó. Impedimenta, Madrid, 2010. 216 páginas. 18,95 euros.
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