Solas | Crítica de danza
Carne fresca para la red
Penúltimo paradigma de la conversión en mero espectáculo de aquello que antaño se entendió como música, el 360º Tour de U2 amenazaba con ejemplificar como pocos macroconciertos de rock la disyuntiva entre apostar por lo que pudiera quedar de autenticidad en el negocio -a poco que uno rasque, mucho más de lo que el mainstream deja entrever- o hacerlo en exclusiva por el negocio mismo.
U2 parecía haber resuelto esa duda hace tiempo. En la misma medida en que sus giras se tornaban más y más espectaculares, sus discos se hacían menos y menos emocionantes; en el peor de los casos, simples y desprejuiciadas excusas, sin asomo alguno de culpa -por otro lado, un sentimiento tan cristiano como el propio Bono-, para mantener en marcha el muy rentable engranaje de su particular never ending tour.
Con aquella de Zoo TV, iniciada en 1992, como definitivo punto de inflexión en el uso aplicado de la tecnología sobre los escenarios musicales -todo un hito en su día, decisivo e influyente-, esta escalada de espectacularidad parecía forzar una suerte de listón que la banda debía superar con cada nueva gira. Todo debía venderse así como más grande, más llamativo, más deslumbrante y más cargado de parafernalia.
La música podía reclamar su protagonismo, como quizás ocurrió en los conciertos de Elevation, pero la tónica era ya otra: el repertorio canónico, el de las canciones auténticamente relevantes, llevaba tiempo cerrado; a falta de nuevos clásicos, y qué falta hacen, el acento se ponía pues en el espectáculo.
A escasas fechas de terminar la accidentada segunda vuelta de su apartado europeo, huelga general coincidiendo con la primera fecha sevillana anunciada y espalda lesionada de Bono incluida, y antes de hacer la maleta la próxima primavera rumbo a las Américas, se diría que este 360º Tour de los presuntos prodigios tecnológicos llegaba al Estadio de la Cartuja dispuesto a descargar toda su calculada artillería de artificios. ¿O no?
Con Bowie a modo de introducción y la pantalla circular gigante emitiendo en directo el paseíllo desde los túneles al escenario, a las diez menos diez, tempraneros y puntuales, ya estaban los dublineses sobre el distintivo escenario diseñado por Willie Williams y Mark Fisher, el leit motiv de esos 360º.
Beatiful Day para abrir boca, a toda tralla y, sin solución de continuidad, de día a día: New Year's Day, uno de aquellos grandes, grandes himnos de los 80. Ni siquiera hizo falta esperar a que sonara una contundente Get On Your Boots para concluir que el prodigio estaba en la tecnología, sí, pero no en la maliciosa medida en que pudiera intuirse: el inteligente diseño de Williams y Fisher resalta justo la presencia de la banda, de esos cuatro tipos ya algo más que talluditos, convertidos en el auténtico foco de atención. El empacho tecnológico queda atrás; el único espectáculo está en el grupo.
Mysterious Ways se muestra igual de vibrante y seductora que recién salida de aquel magistral Achtung Baby (el evangelio U2 según San Brian Eno, palabras mayores); Elevation provoca los lógicos subidones entre el abigarrado respetable y, a quien San Eno se la dé San Wim Wenders se la bendiga, Until The End of The World revive otra vez aquel glorioso pasado. Hermosa y directa.
El ritmo para un poco con la plática de Bono, que, superado sus problemas de salud, se confiesa “afortunado de estar aquí con mis tres amigos” y felicita a la parroquia por el Mundial de Fútbol, lo que le sirve de excusa para hacer una presentación ad hoc, inevitablemente en broma, de los miembros de la banda.
De nuevo en faena, I Still Haven't Found What I'm Looking For perfila el, al parecer, inevitable tramo de relax y buenas intenciones (Mercy, In a Little While, Miss Sarajevo...), hasta que la pantalla de leds, literalmente, se estira de arriba a abajo quedando a un par de metros de The Edge, Clayton y Mullen (Bono para entonces anda elevado entre el público; la cercanía y eso...).
Pero el otro otro relax, vía guiño a Frankie Goes To Hollywood, llega tras Vertigo, con Crazy Tonight, su confeti virtual sobre la pantalla y Mullen aporreando un tamtam. Hemos salido del valle y esto va otra vez hacia arriba. ¿Quedan dudas? Pues ahí va, de vuelta a los 80, Sunday Bloody Sunday, robusta, pétrea, enorme.
Pese a lo previsible de la estructura del concierto, y por más que el control de los tiempos denote lo evidente -rodaje o veteranía, lo que prefiera-, lo cierto es que éste funciona más allá de la entrega de los fans. Incluso cuando los números se repitan: Walk On y la dedicatoria a la enclaustrada activista birmana Aung San Suu Kyi.
Es la primera despedida en falso (23:24), pues tras un mensaje de Desmond Tutu proyectado en la pantalla, mensaje con conciencia, llega One, la primera de las últimas. Bono entona el celebérrimo Amazing Grace, fundido vía The Edge, el anti-riff, con Where The Streets Have No Name. El apoteosis uidista. Rozando ya la medianoche, Ultraviolet y With or Without You saben a despedida. También a constatación: pese a las filias y fobías, desmesuradas simpatías y viscerales antipatías, U2 no apuesta, o al menos no lo hace en exclusiva, a la carta de espectacularidad. Aquí hay música, de hace años, sí, pero todavía contagiosa. Ovación.
PD: La elección de los neoyorquinos Interpol como teloneros no tuvo ni mayor ni menor importancia. Practicantes del ya bastante agotado revival post-punk, las canciones de sus correctos cuatro discos mantienen por ello mismo alguna remota conexión estilística con los lejanos y ciertamente atractivos inicios de U2. Cumplidores en su no muy agradecido papel, pero sin echar el resto, su concierto entretuvo como podría hacerlo un hilo musical. En distancias cortas sería otra cosa.
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