Un clásico del siglo XX
English National Ballet. Orquesta de Extremadura. Coreografía: Michael Corder. Música: Sergei Prokofiev. Director musical: Gavin Sutherland. Reparto: Erina Takahashi (Cenicienta), Dmitri Gruzdyev (Príncipe), Adela Ramírez (Hermanastra), Sarah Mcllroy (Hermanastra), Jane Haworth (madrastra), Begoña Cao (Hada Madrina), Juan Rodríguez (Maestro de baile), etc. Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Miércoles 7 de abril. Aforo: Lleno.
Con el estreno español de La Cenicienta a cargo del ya sexagenario English National Ballet se cumple esta temporada la cuota de ballet clásico con orquesta que cada año -normalmente a la vuelta de las Navidades- se presenta en el Maestranza. Exigua cuota sin duda para una ciudad en que la enseñanza y la afición en torno a esta difícil modalidad dancística va aumentando año tras año, como demostró anoche, una vez más, la gran cantidad de niñas que resistió con ilusión el largo y vistoso espectáculo.
No hay que olvidar que este ballet, que sigue fielmente la narración del cuento de Perrault y la estructura del ballet romántico, fue compuesto por Prokofiev en 1944, casi un siglo después de que los grandes títulos del género triunfaran en Moscú y San Petersburgo y tras presenciar, entre otras cosas, dos conflictos mundiales. Ello hace que tanto la música, bailable y efectiva de principio a fin, como la danza, además de respetar los detalles del género -pasos a dos, tutús, amores verdaderos y príncipes...- presenten un aire y un dinamismo que en cierta forma alejan la obra del halo de delicadeza y de perfección alcanzado por las grandes coreografías de Petipa.
El ballet, afrontado a lo largo de los años desde muy distintas perspectivas -algunas geniales, como las de Maguy Marin o Lindsay Kemp- se presenta aquí con su cara más clásica. Cenicienta, magníficamente bailada por Erina Takahashi, es una fragil y desgraciada muchacha mientras que las hermanastras son unas auténticas arpías que intentan anularla y que al final rabian cuando el Príncipe se queda con la única que logra ponerse el zapatito, o mejor dicho la zapatilla de puntas. Cambian sólo algunos detalles, como la casi inexistencia del padre, tan presente en la versión que los Ballets de Montecarlo nos dejaron en este mismo escenario en 2004.
Pero, dentro del clasicismo, Michael Corder ha coreografiado con una libertad enorme, secundado por la escenografía, el vestuario y la iluminación. Con trajes inspirados en distintas estéticas -los botticellianos de las Cuatro Estaciones se unen sin empacho a los tutús cortos de las estrellas o a los dieciochescos de la corte-, Corder, aun sin romperla, juega a desestructurar irónicamente la perfecta geometría de la danza clásica y potencia el humor creando dos magníficos personajes, las hermanastras, que basan su personalidad en la ejecución de los movimientos y no en elementos externos. Sobresale también la Reina de las Hadas y poco más. El Príncipe, con más porte que matices, y el resto del elenco cumplen más que dignamente, aunque sin llegar a brillar o a emocionar como esperábamos de tan añeja compañía.
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