El discípulo sublime de Juan del Castillo
Especial 'El joven Murillo'
El catedrático de Historia del Arte Enrique Valdivieso es el principal valedor de la herencia iconográfica que Murillo recibe durante su formación en el taller de su primo político
Fue el parentesco político que le unía con el maestro Juan del Castillo (Sevilla, c. 1590-1657) lo que propició el ingreso como alumno de Murillo en su obrador. “Lo que pudo haber sido un hecho circunstancial [eran primos políticos] resultó ser providencial para el posterior desarrollo de la iconografía del artista sevillano”, explica el catedrático Enrique Valdivieso y autor del estudio, incluido en el catálogo de la exposición El joven Murillo, que ahonda en el magisterio de Del Castillo sobre uno de los pintores más sobresalientes de la escuela sevillana.
Nacido en 1617, en el seno de una familia de 14 hermanos, de los que él fue el benjamín, Murillo quedó huérfano de padre a los nueve años y perdió a su madre apenas seis meses después. Una de sus hermanas mayores, Ana, se hizo cargo de él y decidió encomendarle a este pintor, 25 años mayor que su hermano, su educación artística, cuando Bartolomé Esteban contaba con 12 ó 13 años, hacia 1630. “Fue Del Castillo quien puso en el camino a Murillo para crear sus famosos prototipos y le transmitió los conocimientos y la técnica que luego su alumno supo desplegar”, explica Valdivieso, autor, junto al profesor Juan Miguel Serrera, del primer estudio amplio y pormenorizado de la vida, el estilo y la obra de Juan del Castillo (1985). Porque si bien este autor fue escasamente valorado entre los estudiosos de la Historia del Arte y prácticamente desconocido para el público (aparte de sus retablos pictóricos para Montesión y San Juan de la Palma, en Sevilla), Valdivieso y Serrera, en la línea de las investigaciones de Palomino y Diego Angulo, documentaron los valores relevantes de su pintura que, más tarde, heredaría y desbordaría el más universal de sus discípulos.
Murillo “fue al artista que más perfecto trabajo hizo sobre la anatomía humana” porque precisamente ésta era una de las grandes inquietudes de su maestro, Juan del Castillo quien traba relación con Alonso Cano, uno de los grandes anatomistas del Siglo de Oro. Sin embargo, la investigación sobre la figura humana no fue tarea sencilla para maestro y discípulo. “La Inquisición prohibía que hubiera modelos vivos desnudos, temerosa de que esta imagen pudiera provocar connotaciones eróticas e incidir en la lascivia”, explica Valdivieso, quien documenta en el estudio introductorio cómo los tratados de anatomía, con grabados impresos y estampas, suplieron la presencia de modelos reales para la correcta representación de la figura de Cristo, “el único personaje que podía ser pintado desnudo”. A partir de 1660, con la creación de la Academia de Pintura Sevillana que funda Murillo junto a Herrera El Joven, institución que obtiene los permisos oficiales y eclesiásticos pertinentes para algunas salas del Alcázar, “se realizan ya sesiones y estudios con modelos masculinos, que posaban desnudos aunque, imaginamos, con las partes pudendas tapadas”. Aunque, seguramente, apunta el catedrático, antes se contaría con varones en estudios privados “con enorme discreción, porque en la época estaba mal visto que un hombre se desvistiera delante de otro”.
Además de la correcta descripción de la figura humana, uno de los asuntos pictóricos que contribuyó a crear la fama de Murillo, tanto en vida como en la posteridad, fue su tratamiento de la santa infancia en la pintura. En la primera mitad del siglo XVII, en Sevilla, como una ciudad de gran vitalidad social, la presencia de los niños en las familias era especialmente bien recibida, porque siempre se les consideraba la alegría del hogar y, además, la Iglesia fomentó la devoción a las figuras infantiles, un culto que fue acogido de manera entusiasta por la sociedad sevillana. El candor y la ternura que emanan los niños pintados por vez primera por Juan de Roelas interesó a Juan del Castillo, figuras que incorporó con notable predilección a su repertorio artístico. “Este aspecto también lo aprendió Murillo de su maestro”, autor, entre otros, de San Juan Bautista Niño atendido por los ángeles”, indica Valdivieso sobre el prototipo que Murillo realizaría en el futuro con calidad muy superior y que amplió a otros modelos insuperables como los de San Juanito y El Buen Pastor.
Y si decisivo es el magisterio de Juan del Castillo en las pinturas de niños, que Murillo también cultivó en su vertiente social, no lo es menos en la producción de la iconografía mariana. Además de iniciarse con su maestro en la representación de La Virgen con el Niño, tema que ocupa un gran espacio en la exposición que acoge el Bellas Artes, “Murillo es pintor de bellísimas Inmaculadas porque Del Castillo trata a fondo este modelo, que luego su discípulo aprende y sublima”, valora Valdivieso. No en vano es con la serie de La Inmaculada con la que Murillo alcanza las más altas cotas de gloria artística y ha pasado al imaginario colectivo del mundo católico.
Lejos de tratarse de un nombre episódico en la formación de Murillo, Juan del Castillo es, según el definitivo estudio de Enrique Valdivieso, quien despliega para su discípulo su amplio acervo creativo heredado de la tradición de la pintura sevillana. Ya en manos murillescas, ese saber y técnica se revistieron de la originalidad que convirtió al joven sevillano en uno de los genios de la pintura española con una obra repartida por todo el mundo.
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