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La independencia creativa, la profundidad ética y la capacidad renovadora de José Ángel Valente (Orense, 1929-Ginebra, 2000) hicieron de este poeta que encontró en la provincia de Almería su refugio una de las voces más singulares de la literatura española. Nueve años después de su muerte, y en el 80 aniversario de su nacimiento, la revista La página dedica un prolijo monográfico a este autor adscrito inicialmente a la Promoción de los 50, en el que se analizan, entre otros factores, el interés por la mística de este escritor dotado para ahondar en los misterios del alma humana; su preocupación y responsabilidad por el lenguaje, que guió no sólo la redacción de sus versos, sino asimismo su labor como traductor; su condición de "ejemplo moral e intelectual de primer orden" por la que se erigió en una de las personalidades más influyentes de las letras de la posguerra. El recorrido de este homenaje se detiene igualmente en libros significativos de la fecunda trayectoria de Valente, como No amanece el cantor -una propuesta de alto valor sentimental ya que surgió tras la muerte por sobredosis de su hijo- o Cantigas de Alén, que el poeta escribió en gallego.
Para Jordi Doce, coordinador de este trabajo, la aparición de las Obras completas de Valente -dos volúmenes que recopilan la totalidad de sus poemas, traducciones y ensayos- ha posibilitado "calibrar con precisión hasta qué punto su trabajo está en el centro de los conflictos, tensiones y líneas de la modernidad occidental", una modernidad "que en España, al menos en el ámbito literario, siempre ha sido cosa precaria, casi vergonzante o clandestina".
Pero debido a las altas cotas que alcanzó Valente en algunos puntos de su fértil producción, otras creaciones pasaron, pese a su indudable valor, más desapercibidas por la crítica. En este sentido, Doce expresa su sospecha de que "la peculiar perfección y belleza de muchos poemas de El fulgor o Mandorla, en los que Valente retoma la herencia simbolista por vía de una soberbia actualización del lenguaje de la mística, ha oscurecido aquel tramo de su obra -en concreto, el que va de La memoria y los signos a Treinta y siete fragmentos- en el que se ofrece un examen impiadoso y lleno de amargura, casi nihilista, del tejido sociocultural de una Europa que, sin ser ya del todo la nuestra, la antecede y la constituye".
En su introducción al monográfico, el especialista resalta el respeto que Valente profesa al verbo, la enorme prudencia con la que lo maneja. Valente fue siempre, según Jordi Doce, "un poeta lacónico, sabedor de que las palabras pueden ser infinitamente manipuladas, tergiversadas e instrumentalizadas".
En otro de los textos de la publicación, el poeta y ensayista José Luis Gómez Toré disecciona el peso de la mística en la literatura de Valente. Muy lejos del "espiritualismo ingenuo", lo sagrado en los escritos del autor gallego "no es tanto el fundamento de la voz poética como su fantasma, su referente perdido y sólo en ocasiones reencontrado. La complejidad de esta vivencia de lo sagrado puede observarse en los caminos que el yo lírico toma para adentrarse en el misterio". Con su resistencia a poner nombre a los dioses, Valente rechaza "el poder que pretende hablar en nombre de lo sagrado".
La espiritualidad de Valente, es bien sabido, era ajena a las delimitaciones de los territorios, demasiado inquieta para estimularse únicamente ante lo cercano. Si bien en su sensibilidad hicieron mella los referentes españoles de San Juan de la Cruz, Miguel de Molinos o Teresa de Jesús, su atracción por la mística "no se detiene ni en el ámbito hispánico ni en el cristianismo", tal como señala Gómez Toré. En sus páginas se advierte la huella del sufismo, el budismo o el hinduismo, pero también "un especial interés por una tradición mística no cristiana en la que tiene gran importancia el lenguaje", la Cábala judía "y su consideración sagrada del alfabeto".
Valente, tal como pone de manifiesto La Página, era también un traductor exigente, que no concebía el oficio como "una actividad secundaria o un descanso de sus labores creativas", sino como "creación en estado puro" y "reconocimiento activo de la tradición".
Más allá de sus logros profesionales, el estudio también muestra al hombre en su expresión más desnuda, en el proceso de duelo tras la desaparición de su hijo. En el artículo con que la filóloga Marta Agudo explica No amanece el cantor, los lectores se encuentran con estremecedoras reflexiones por parte del poeta, que admite en fragmentos de una entrevista, como el "gran fracaso" de su generación, no haber podido "sostener nuestros ideales en nuestra propia vida ni en la vida de nuestros hijos".
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