Conan Doyle, el hombre que mató a Sherlock Holmes

Esta semana se cumple el 150º aniversario del escritor escocés, médico y creador, a su pesar, del detective más popular de la historia de la literatura.

Conan Doyle, el hombre que mató a Sherlock Holmes
Conan Doyle, el hombre que mató a Sherlock Holmes
Susana Caballero

21 de mayo 2009 - 19:19

“Es una forma elemental de ficción”. Así se refería sir Arthur Conan Doyle a su creación más universal, Sherlock Holmes, un personaje al que siempre detestó porque le impedía dedicarse a otros géneros que satisfacían mejor sus aspiraciones literarias. Sin embargo, lo cierto es que el tirón popular de la obra de Conan Doyle no se debe a sus ensayos o a novelas como El mundo perdido, sino al imperturbable carisma del detective que vivía en el 221b de Baker Street.

Esta semana se cumple el 150º aniversario del escritor escocés, que nació en Edimburgo el 22 de mayo de 1859 y, aunque cursó estudios de Medicina, pronto abandonó la profesión por el embrujo de las letras. Conan Doyle publicó la primera novela protagonizada por Sherlock Holmes, Estudio en escarlata, en 1887, a la que aportó retazos de su propia experiencia (le adjudicó un ayudante, Watson, médico y con aficiones literarias) y muchos rasgos de uno de sus profesores en la universidad, el doctor Joseph Bell, de quien tomó prestados la fina y elegante silueta, la nariz aguileña y, sobre todo, su gusto por el empleo de técnicas deductivas para formular el diagnóstico de sus pacientes. Bell les observaba atentamente, registrando hasta el más nimio detalle, para precisar su origen, su ocupación y, en muchos casos, sus síntomas y dolencias sin que necesitasen abrir la boca.

Tanto Estudio en escarlata como El signo de los cuatro (1890) obtuvieron gran popularidad, pero no fue hasta la aparición en 1892 del primer relato corto del detective, Un escándalo en Bohemia, cuando el personaje comenzó a convertirse en un mito. El desproporcionado éxito de su detective, al que, quizás en un inconsciente intento por evitar la empatía del público con él, había adornado con cuestionables dones como su adicción a la cocaína o su manifiesta misoginia (mientras Watson era un caballero intachable), permitió al escritor dedicarse plenamente a la literatura con poco más de 30 años.

Pero el fervor que el público sentía por su criatura, que mataba con el violín y sus experimentos químicos los tediosos interludios entre un caso y otro y que demostraba, frente a la ineficiencia policial, que eran la inteligencia y la observación el único camino hacia la verdad, Conan Doyle lo asumió como un fracaso personal y profesional, una esclavitud que le apartaba de sus novelas históricas, poemas y textos dramáticos con los que esperaba convertirse en un autor serio respetado por la crítica.

Holmes era una losa, una condena de la que el escocés intentó librarse bien pronto, apenas unos años después de su nacimiento en la ficción. Con el cuidado que no ponían los criminales que inventaba en llevar a cabo sus tropelías, Conan Doyle planificó la muerte de Holmes, y en un viaje a las cataratas Reichenbach, en los Alpes suizos, encontró el lugar idóneo para la desaparición del detective a manos de su némesis, el profesor Moriarty, en El problema final, acontecimiento que registró en su diario con la entrada: “He matado a Holmes”.

Con Holmes despeñado y a pesar de las súplicas de los lectores, que anularon masivamente las suscripciones a la revista The Strand Magazine (que publicaba los relatos del detective), Conan Doyle se alistó como voluntario en la Guerra de los Boérs, una experiencia que le permitió conocer los conflictos bélicos y profundizar en la psicología de los soldados destacados en el frente. El resultado literario fue La guerra de los Bóers, un ensayo que le valió el título de sir, reconocimiento que estuvo a punto de declinar porque pensaba que se debía a su más odiado personaje.

Pero Holmes aún tenía muchas páginas que llenar. Tras la experiencia bélica, Conan Doyle volvió a la ficción. Comenzó El sabueso de los Baskerville, una intriga en la que un espectral can siembra de horror la campiña inglesa, pero pronto descubrió que necesitaba un héroe, así que decidió recuperar a Holmes, un regreso presentado no como una resurrección, sino como una aventura previa del tándem que formaba con Watson. El público, como era de esperar, enloqueció, y el escritor se resignó a su vuelta, esta vez sin artificios temporales, en el relato La casa vacía.

Con unos 200 títulos200 títulos, Sherlock Holmes es el personaje literario más adaptado al cine y la televisión, con versiones como las protagonizadas por Basil Rathbone (quizás el alter ego más popular del investigador), El secreto de la pirámide (que presentaba la adolescencia del detective) o la que firmó Billy Wilder en 1970, La vidaprivada de Sherlock Holmes, en la que se abordaban sin tapujos los aspectos más sórdidos y controvertidos del compañero del doctor Watson. Este año el detective vuelve al cine, en un filme titulado simplemente Sherlock Holmes que dirige Guy Ritchie y protagonizan Robert Downey Jr., en el papel del detective, y Jude Law en el de Watson.

En su faceta seria, Conan Doyle cultivó casi todos los géneros, configurando una extensa bibliografía en la que se alternan la novela histórica –La compañía blanca o Sir Nigel–, las obras de teatro –Jane Annie, coescrito con su amigo James M. Barrie, o Historia de Waterloo–, la poesía y otras series de ficción, entre ellas la protagonizada por el exitoso brigadier Gerard o la de ciencia ficción centrada en las andanzas del profesor Challenger, que comenzó en 1912 con El mundo perdido, una historia que relata una expedición científica a una remota isla en la que aún continúan viviendo los dinosaurios (¿les recuerda a algo?).

La muerte de su hijo en la Primera Guerra Mundial (a la que dedicó una serie ensayística) le llevó a abrazar el espiritismo y otras doctrinas alternativas que, en sus últimos años, hicieron decrecer su consideración en los círculos intelectuales, por culpa de textos como The Coming of the Fairies, dedicado a las supuestas fotografías de hadas tomadas en los años 20 por dos adolescentes y de cuya autenticidad solamente él estaba seguro.

La muerte le llegó en 1930, a los 71 años, rodeado de su familia, pero ni siquiera en su último aliento tuvo un recuerdo para el responsable de su inmortalidad, al que excluyó incluso de su epitafio, que rezaba: “Verdadero acero / hoja afilada / Arthur Conan Doyle / Caballero patriota, médico / y hombre de letras”.

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