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Seguro que le suena esta pregunta: ¿hacia dónde va la industria discográfica? La cuestión lleva años en primera línea de la actualidad musical y lejos de zanjarse en el ejercicio que ahora acaba se radicaliza pronosticando momentos especialmente movidos en 2009.
No es sólo el hecho de formularla en un contexto económico particularmente aciago lo que hace que la incógnita cobre un nuevo sentido -pase lo que pase y termine cuando termine, parece obvio que muchas cosas ya no van a ser iguales tras la recesión-, aunque también resulta evidente que este último detalle la redimensiona: como en el caso de la prensa impresa -estos papeles que tiene usted entre manos-, la industria discográfica ya vivía con anterioridad su propia crisis y experimentaba la necesidad de un cambio en su tradicional modelo de negocio. Y cuando la situación económica se recupere -seamos optimistas...-, su crisis seguirá ahí.
2008 nos trajo, no obstante, algunas notables novedades al respecto, tímidos movimientos de adaptación a una realidad mil veces anunciada, comprendida y asumida por la mayoría social pero aun así negada desde esa industria con, se diría, inconsciente tenacidad: internet no sólo ha cambiado la forma en que accedemos a los contenidos, sino también la percepción que tenemos de éstos.
En el proceso digital, el tándem antes indisoluble sobre el que se basó gran parte del crecimiento de la industria cultural, contenedor y contenido, saltó en pedazos. El segundo ya no necesita del primero, que fluye libre y se duplica, en la práctica, con coste cero. Puede ser, y de hecho es, generador de valor económico -¿hace falta volver a acudir, en el caso concreto de la música, al ejemplo de los sucesivos incrementos en la asistencia a conciertos registrados en muy distintos análisis?-, pero no, al menos no de manera mayoritaria, en el sentido tradicional que asociaba venta de contenidos a venta de copias físicas. Quedará mercado, nada desdeñable, por cierto, pero será el destinado a quienes con afán coleccionista valoren precisamente la posesión de la copia física. Y pagarán por ésta, no por el contenido.
Guste más, menos o nada, ésa es la realidad y contra ella poco pueden ni las risibles campañas antipiratería emprendidas desde determinadas administraciones en estrecha colaboración con el lobby de gestión de derechos de autor -tan estrecha que por momentos parecen ya la misma cosa- ni las presiones de ese mismo lobby y del ala dura de la industria para reconfigurar a la carta la Ley de Propiedad Intelectual, convirtiendo en delito aquello que hoy, y con suerte, no pasa del ilícito civil: el intercambio de archivos protegidos a través de redes P2P, cada vez en mayor desuso por lento frente a otras alternativas.
Pese al bochornoso empeño en negar la realidad, ésta es la que es y no la van a cambiar campañas como Si eres legal, eres legal, del Ministerio de Cultura, que insiste en definir como delictivas actividades que, desprovistas de ánimo de lucro y con el fin de un uso privado, la Fiscalía General del Estado ha descartado como tales; el proyecto Educar para crear, auspiciado por el Centro Español de Derechos Reprográficos (Cedro) y diversas multinacionales, entre ellas Telefónica, Universal y Microsoft, con tácticas de adoctrinamiento a la infancia propias de regímenes totalitarios; o el intento, ya rechazado por la Unión Europea, de imponer algo parecido a la llamada Ley del marido de Carla Bruni o Ley Sarkozy, esto es, el corte de línea a quien realice descargas de material protegido, aunque eso suponga pasarse por el forro la supuesta inviolabilidad de las comunicaciones-. Todas ellas parecen tan destinadas al fracaso que no resulta extraño que en 2008 haya sido la propia industria discográfica la que haya comenzado a aceptar como naturales, o al menos inevitables, esos antes mencionados tímidos movimientos.
En este sentido, basta señalar que lo que hasta hace poco se consideraba impensable, el regalo a través de la red de canciones sueltas de un álbum concreto, a lo largo del año que acaba se ha convertido en práctica habitual, tanto desde las independientes más combativas como desde las megacorporaciones del disco. Sin embargo, más allá de ese hecho constatable se imponen otras evidencias, las de voces surgidas de la propia industria del disco que claman por dejar de criminalizar a sus potenciales clientes y exigen algo de cordura si lo que se pretende es salvar los trastos. Pienso en el antaño directivo y hoy consultor Gerd Leonhard, autor de The Future of Music, abogando en el reciente Foro Internacional de Contenidos Musicales (Ficod) por la reconsideración del copyright y la implantación de una tarifa plana que a su juicio normalice las descargas de material protegido; o en los ensayos en comunidades reducidas en torno a la viabilidad de proyectos similares -me refiero a Choruss, promovido desde varias multinacionales para implantar en distintas universidades norteamericanas dicho sistema de tarifa plana y reparto real, no aleatorio, de los derechos devengados-.
Plausibles o no, son al menos iniciativas destinadas a sacudir el enconamiento de la industria y de unas entidades de gestión de derechos de autor socialmente desprestigiadas -con la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) a la cabeza, capaz de dilapidar durante los últimos años el crédito logrado a lo largo de un siglo-, de cuyo ámbito de influencia, aún notable, escapa un cada vez mayor número de propuestas. Pese al interés por ningunearlas -tildando a sus usarios, por ejemplo, de niños pijos (Bautista dixit)-, la pujanza del copyleft y las licencias Creative Commons ha quedado demostrada en estos doce meses con un rosario de títulos mayúsculos, muchos de ellos merecedores de figurar entre lo mejor de la producción musical española en 2008. De éstos, excepcionalmente en miércoles, hablaremos la próxima semana.
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