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Quede claro, para quienes leyeron la crónica de urgencia publicada ayer en este medio, que las tres estrellas de la calificación corresponden única y exclusivamente a los aspectos musicales, porque de los escénicos no merece la pena volver a decir nada más. Dicho esto, y así como ayer critiqué sin ambages a los responsables artísticos del Maestranza por la incomprensible elección de la producción escénica, hoy toca alabarles también sin restricción (pues es de justicia) por sus criterios puramente musicales a la hora de presentar ante la ciudad la primera ópera de Haendel. Esperemos que tras estas funciones se disuelvan las pegas que algunas veces se han puesto ante la Orquesta Barroca de Sevilla (OBS). Estamos hablando, ni más ni menos, que del mejor conjunto barroco de España y uno de los mejores de Europa, y no lo decimos nosotros llevados por el orgullo localista, sino que lo dicen artistas de la talla de Monica Hugget o de Gustav Leonhardt. El sábado asombró por el empaste y la variedad del color de su sonido, así como por la flexibilidad y la ductilidad de su respuesta. Bajo la batuta detallista y sumamente delicada de Spering, la OBS dio una lección de sonido, con intervenciones solistas ante las que quitarse el sombrero, como la de Jorge Rentería (asombrosa su técnica con la casi imposible trompa natural en Va tacito e nascosto), el concertino de Manfredo Kraemer (imposible pensar en mayor fantasía en la introducción a Se in fiorito prato), el oboe de Molly Marsh, el fagot de Carles Cristóbal o la flauta de Guillermo Peñalver.
Más que notable también el elenco vocal, en su mayor parte formado por voces españolas. Zazzo supo llegar hasta el final de su extenuante parte con la misma calidad que al principio, con una voz cálida e igualada sabiamente regulada (hubo alguna messa di voce escalofriante) y con un absoluto dominio de las agilidades. Elena de la Merced revalidó sus triunfos sevillanos anteriores (Fidelio), merced a una voz limpia y cristalina, perfectamente proyectada y dosificada, a su fraseo poético y a su facilidad para la coloratura. La dimensión trágica de la ópera la aportó Marina Rodríguez Cusí, una voz de mezzosoprano de verdad, profunda, homogénea, de color igualado y de una capacidad para conmover (sus lamentos fueron impactantes) sin parangón en el resto del reparto. Frontal fue un Achilla rotundo, de voz contundente y de una magnífica capacidad dramática (muy por encima de las estupideces que la dirección escénica le obligaba hacer, tales como tener que enseñar el trasero). A un segundo nivel, aún dentro de un elogiable estándar de calidad, estuvo el resto del raparto, con un David Hansen algo chillón y con claros cambios de color en el paso al registro grave, una Lola Casariego de agudos destemplados y agilidades un tanto artrósicas y un Pau Bordas de escaso volumen y menor proyección. Sagastume mostró una voz de bello color aunque de escaso volumen en su aria (prestada de César: si Wernicke quería darle un aria no tenía sino acudir a la original Chi perde un momento, aquí eliminada) Quel torrente che cade dal monte. En resumen: un placer interruptus por una puesta en escena fraudulenta.
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