El translúcido piano de Zacharias
Christian Zacharias había visitado ya Sevilla en varias ocasiones, la última en un recital memorable junto al violinista Frank Peter Zimmermann para el Ciclo de Música de Cámara de El Monte (hoy, Cajasol). La impresión que ha dejado ha sido siempre la misma: la de un pianista sobrio y elegante, obsesionado con la pureza, la pulcritud y la claridad del sonido, lo cual se impone por encima de cualquier otra circunstancia, en ocasiones incluso por cuestiones relacionadas con el estilo.
Para esta visita al Maestranza venía con un programa en el que había mucho que decir en materia estilística, pues partía del universo clásico de Haydn al que terminaba volviendo después de transitar por el romanticismo schumanniano y la modernidad impresionista (hay que usar el adjetivo con prudencia) de Debussy. La sensación final es que Zacharias integra todo este mundo en una visión personal que termina por pulir y unificar los contrarios, una visión en la que manda el fluido musical y la cristalinidad, en la que es imposible encontrar un sólo segundo de crispación en la pulsación y en la que los contrastes resultan siempre moderados e integrados en un infinito universo de pequeños matices progresivos. Si uno se deja llevar, todo resulta de una lógica implacable.
Gran especialista en Schubert, parece que la mirada que el pianista alemán propone sobre Haydn parte de su visión del singular universo del compositor vienés. Es un Haydn riguroso y sereno, quizás menos chispeante y ligero de lo que piden algunos pasajes (ese Minueto tan serio de la Sonata en fa mayor), con una veta melancólica (el maravilloso Adagio de la Sonata en re mayor) que remite sin duda al mundo schubertiano, aunque bien entendido que aquí aún no pueden encontrarse sus conflictos románticos (el Adagio de la Sonata nº44 es de una limpieza tan impoluta que de lo translúcido que resulta parece incluso demasiado aséptico). Pese al empleo acaso excesivo del pedal de resonancia, todo en este Haydn resulta transparente y matizado con un detalle obsesivo (los pequeñísimos constrastes dinámicos o los rallentandi de notable poder expresivo del primer tiempo, otra vez, de la nº44).
El fluido y la elegancia del fraseo se hizo elemento básico en un Schumann extraordinario, imperial, que, incluso en los pasajes más virtuosísticos, mantuvo siempre la serenidad, el rigor, la distinción. Eludiendo cualquier tentación de forzar las dinámicas, Zacharias regaló un Schumann de líneas sueltas y delicadísimas, un Schumann de tensiones armónicas siempre a la vista, perfectamente controladas y calibradas, un Schumann introspectivo y limpísimo, como mirándose todo el rato hacia dentro. Esta visión contaminó acaso el universo de Debussy, del que puede esperarse algo más de juego con el color y una presentación más descarnada de sus audacias armónicas (a la imponente Catedral sumergida le faltó misterio), un mundo que el soberbio pianista alemán parece condicionar a la radiante transparencia de su discurso.
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