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Por un afortunado azar, coinciden en las librerías dos volúmenes de Strachey: éste que ahora comentamos, La reina Victoria, y aquél que le dedicó a Isabel y Essex, la reina virgen y su astuto valido, formidables adversarios de nuestro Felipe II. También acuden a la mesa de novedades algunos libros relacionados estrechamente con el XIX imperial y el esplendoroso auge de la metrópoli: el Londres victoriano de Benet, la Suit inglesa de Julien Green y el estupendo Conan Doyle, detective del irlandés Peter Costello. Faltan, quizá, para que la dicha sea completa, los Victorianos eminentes que Lytton Strachey agavilló para dar una idea de aquella época ordenancista y febril, la época de Oscar Wilde y lord Alfred Douglas, cuyo culmen tal vez fuera la extravagante coronación de la pequeña Victoria como gran emperatriz de la India.
Cuenta Strachey en estas páginas, y también lo recoge Green en los retratos que completan su Suit inglesa, que a Charlotte Brontë la reina Victoria le pareció una señora atrozmente vulgar y falta de grandeza. Esto ocurría en Bélgica, cuando la Brontë se topó con la comitiva real, que andaba de visita por tierras de su tío Leopoldo. En efecto, y ciñéndonos al testimonio gráfico, la reina Victoria era una mujer menuda, compacta, de barbilla enérgica y cuello insuficiente. No obstante lo cual, su figura representa en el imaginario moderno las décadas en que Inglaterra, la Pérfida Albión de Lope de Vega, se convirtió en imperio indiscutido y árbitro tenaz de los asuntos europeos. La novedad de Strachey en esta psico-biografía, ayudado por su refinada maldad y la precisión de su escritura, es el descubrimiento de una persona, anodina y minúscula, cuyo carácter y simpatías yacían sepultas bajo el peso excesivo del personaje histórico. Por aquellos días (La reina Victoria es del 1927), Gregorio Marañón pergeñaba en España documentadas biografías ilustres, que se movían entre la clínica, la erudición y la anomalía endocrina. Strachey no llega tan lejos; o al menos, nunca se acerca tanto a la palpitación de las vísceras. El suyo es un ensayismo, una pesquisa, tan detallada como cualquier quest británica, sólo que sustentada en su elegante perspicacia, seguida de un firme sentido común, y ambos al servicio de un afán vitriólico, humorístico, desmitificador, cuyo resultado más inmediato es el claroscuro, la suma de contradicciones y persistencias que dan forma al carácter de cualquier persona. Así ocurre también con esta reina Victoria de Lytton Strachey: no sólo acude aquí la niña decidida, la doncella insolente, la mujer enamorada, la viuda estupefacta; también abultan estas páginas una reina indecisa, una opinión voluble, más la temprana conciencia de su grandeza, y una obsesión postrera por el tiempo y su fluir inmisericorde. Rodeando a esta mujer singular, aparecen personajes extraordinarios como lord Palmerston, lord Melbourne, el propio príncipe Alberto, su marido, o el sagaz adulador Benjamin Disraeli, cuya correspondencia con la Reina está tan cerca del amor cortesano como de la obsequiosidad más servil e irresponsable. Entre todos ellos forman un mundo de luminosa irrealidad, de aristocrática ignorancia, por el que cruzan estos seres, ora tormentosos, ora apacibles, y cuyo destino fue el destino del planeta durante más de seis décadas.
Strachey, como integrante del círculo de Bloomsbury, no ignoraba ese acendrado minué de sutilezas y crueldades que es el gran mundo, y como tal lo retrata en páginas perdurables. Basta acudir a las memorias de Brenan o de Robert Graves para comprobar que, treinta años después, caballeros exquisitos como Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein seguían contendiendo de modo abominable (Keynes, con la venida del señorito Ludwig a tierra inglesa, había dicho antes: "Dios ha llegado hoy en el tren de las cinco"). Victoria, en su refugio de Balmoral, sólo aspiraba ya a una leve detención del tiempo, a un adormecerse de los relojes que le devolviera, por un momento, el espejismo del hombre amado y la luz de algún verano antiguo.
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