Polvo serán | Crítica
Bailar la buena muerte
LOS QUE NO PERDONAN. Charlotte Cory. Trad. James y Marian Womack. Ediciones Nevsky. Madrid, 2016. 464 páginas. 24 euros.
Como artista plástica, Charlotte Cory (Bristol, 1956)se ha dedicado a desarrollar lo que podríamos llamar "pastiches victorianos": varias propuestas a modo de collages con motivos animales. De ellas, su trabajo más conocido es Visitorian: una serie de tarjetas de visitas alteradas -hasta hace poco, expuso una muestra en torno a Charlotte Brontë en el Sir John Soane Museum de Londres, lugar que recoge una colección tan inclasificable y peculiar como las mismas propuestas de la artista-.
Publicada ahora por Ediciones Nevsky, Los que no perdonan fue su primera novela, un título que es la traslación exacta de sus piezas. Sobre el escenario aparentemente plácido y apolillado de la realidad del último tercio del XIX, surge la aberración. Salta ante nuestros ojos, como las figuras con cabeza de conejos, de perros y palomas que Cory realiza en sus montajes. Es evidente e insultante, pero nadie parece darse cuenta, en ese escenario perfecto, de las dimensiones que llegan a adquirir los elefantes que campan por la habitación, y que no son pocos. No se ve lo que no se quiere ver ni se escucha lo que no se quiere oír, que dirían las criaturas de Mayfair.
La realidad de los protagonistas de la novela parece hallarse envenenada con los humores del arsénico del papel pintado. Y es que, tras la comparsa de cuellos almidonados, de pasteles de semillas y de carruseles de cuerda de pájaros cantores, se esconde una selva. Una cotidianidad brutal de garra y colmillo que se cobra a los que no descubren, realmente, cuál es el código bestial que rige tras la pantomima.
El protagonista masculino, el arquitecto Edward Glass, intenta -asegura- poner orden con sus obras ante el caos imperante. Un propósito -su arcanum arcanorum- que se demuestra a todas luces inviable en un universo, el suyo, el nuestro, que se rige por la mera entropía y que es golpeado por el azar de manera constante y aleatoria -un azar que tiene como sello ser tan cruel como caprichoso, y que no parece responder a ninguna ley, como quiere creer la pequeña Milla-. La tendencia a la entropía, por supuesto, no es la única fuerza motriz en el mecanismo: los personajes también contribuyen, y no poco, a la rotación de la hélice destructiva. Desbordado por la existencia de tres hijas a las que no ama, Edward Glass, misántropo, ególatra y estúpido, contraerá segundas nupcias con Elizabeth Cathcart, una mujer a la que apenas conoce y que accede al matrimonio como una forma de evitar la ruina. Todos los personajes que dibuja Cory, excepto las dos hijas pequeñas del arquitecto, son terribles, crueles y mezquinos, aunque con algunos nos reconcilie su terrible final.
Los guantes de cabritilla y los botines abrochados esconden garras y colmillos, sí. Y quien no sea consciente de esa certeza -como la pequeña Milla, que quiere ser exploradora, que recorta noticias y las pega en un álbum-, quien no sea capaz de desarrollar armas para la vida, estará llamado a la desgracia. En el mundo real, los hermanos ejemplares desaparecen sin siquiera decir una palabra y las madres (¿no son protectoras, las madres?, ¿no son tiernas?) dejan abierta al gato la puerta de la jaula.
Dividida en cuatro partes -Orden, Interferencias, Destrucción y Caos-, Los que no perdonan mantiene el pulso de un ambiente inquietante con pinceladas de humor sincero y terrible. El final, ya a mediados del XX, rompe el microcosmos y el ritmo de la novela, aunque resulta extrañamente optimista: "Milla -relata- tragaba su té y se preguntaba cómo aquellos bollitos resecos podían de hecho incluirse con las demás alegrías inesperadas de su vida: bollitos para el té, el pequeño William y el querido Ted; unos extras tan sorprendentes y maravillosos".
Tal vez sea algo connatural al paso del tiempo. La vida tiene caricias, a pesar de la selva, a pesar de lo bestial y lo terrible. Esa es la conclusión a la que más nos vale llegar antes de que la rueda nos engulla.
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