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La cultura silenciada
LOS JUDÍOS VIENESES EN LA BELLE ÉPOQUE. Jacques Le Rider. Trad. Laura Claravall. Ediciones del Subsuelo. Barcelona, 2016. 384 páginas. 24 euros.
Podría decirse que ya estaba la suerte echada cuando, el 10 de marzo de 1925, Otto Rothstock, antiguo militante del partido nazi, atenta contra el escritor Hugo Bettauer, quien un año antes, en su sátira La ciudad sin judíos, había imaginado la capital imperial convertida en un villorrio sin actividad económica e intelectual tras la por todos deseada expulsión de los descendientes de Abraham. El no menos irónico happy end que el escritor puso de colofón en su parábola no traspasaría los límites de la literatura y al igual que Bettauer moriría un par de semanas después del atentado, Viena entraría en la espiral, Anschluss mediante, que la dejaría efectivamente casi sin judíos, transformando su porvenir para siempre.
En este libro, Le Rider, reputado germanista y experto en la historia cultural de Alemania y Austria, rebobina desde el acontecimiento fatal hasta el momento en el que el panorama de la asimilación judía, que venía produciéndose en Europa desde tiempos de la Ilustración, entra en una coyuntura compleja que preside un antisemitismo cada vez más violento y generalizado al haber contaminado la mayoría de los discursos sociales. Hablamos de la última década del siglo XIX, de un esplendor, el de la modernidad científica, financiera, artística y política de la capital de la monarquía habsbúrgica que habían protagonizado las élites judías al amparo del liberalismo, y del resquebrajamiento del mismo, a partir de un cimbreo identitario al que contribuyen, además de la asumida y ancestral xenofobia, una multitud de causas relacionadas, como son los nacionalismos (no sólo el de cada uno de los territorios del imperio de Francisco José I, también el pangermanista o el que se debatía en el seno del naciente sionismo), el socialismo o el auténtico choque de culturas entre el judío integrado e incluso irreligioso y aquel que, emigrado en cada vez mayor número desde Galitzia o Bucovina, arribaba a la urbe como una alteridad fascinadora e incómoda, representando la ortodoxia religiosa y mística del jasidismo.
A este polvorín, que estallaría por primera vez en la Gran Guerra con las consecuencias conocidas y dejando, gracias especialmente a los legados literarios de Stefan Zweig (El mundo de ayer) y Joseph Roth (La marcha Radetzky), el recuento nostálgico de una Europa danubiana y supranacional de indiscutible aliento hebraico, se acerca Le Rider con pericia de retratista y voluntad de hacernos comprender con datos y solvencia descriptiva tanto el porqué del cariz que tomarían los acontecimientos como la apasionante virtualidad que ese desenlace acabó sepultando. Y es que, como recuerda el escritor, los judíos vieneses de finales del XIX y principios del XX no sólo fueron los principales representantes de la modernidad europea, también fueron los más preclaros críticos de aquel proceso, desempeñando, en su oposición a la alianza de la élite asimilada con el capitalismo financiero, una serie de resistencias que a veces compartían argumentario con las propias del antisemitismo, revelando de paso que entre la ascendencia judía y la práctica religiosa había a veces un profundo abismo. Sima que, por otro lado, nunca pudieron salvar los más encarnizados antisemitas, para los que el judaísmo suponía una mancha que no lavaba ni la conversión al catolicismo o el protestantismo, subterfugio tanto de practicantes como de descreídos del judaísmo a la hora de hacer carrera en la administración pública o la universidad.
Estas distintas posturas, esta oposición desde dentro, son la que representan algunas de las figuras a las que Le Rider dedica la mitad del libro, una reunión de semblanzas que completa y perfila el contexto histórico. Por allí pasan, por ejemplo, Victor Adler u Otto Bauer, teóricos de un socialismo que pensaba en términos de clase antes que de raza, y que consideraba el antisemitismo como una rémora anacrónica presta a esfumarse tras el triunfo de la revolución igualitaria; también Karl Kraus, sin duda uno de los personajes más controvertidos de la modernidad vienesa, crítico satírico despiadado en las páginas de La antorcha, desde donde, en su crítica radical al sistema y a sus representantes (prensa e intelectuales con especial ahínco), cayó a veces en un peligroso tono provocador que podía fácilmente confundirse con el habitual en los foros antijudíos, si bien sus salidas de tono han sido entendidas las más de las veces como una estrategia anticonformista, digamos, de choque; o el no menos fascinante Theodor Herzl, judío asimilado a la cultura alemana y con veleidades literarias que termina tirando de Wagner (sic) para completar su programa sionista como una obra de arte más dentro de una coyuntura especialmente provechosa en ese sentido.
Del resto de nombres -y junto al más conocido, el de Freud y su última asunción del judaísmo como forma de colocarse contra la "mayoría compacta"- que conformaron buena parte del prestigio cultural de la modernidad vienesa, destacan los de Schnitzler, Zweig, Mahler o Schönberg, cuyas biografías recorta Le Rider en lo que a la cuestión judía interesa. En este sentido, y por último, sigue resultando fascinante la de Hugo von Hofmannsthal, aquí de nuevo referida, es decir, la de quien por un bisabuelo (por parte de padre) pasa a la posteridad como escritor judío aunque demostrara su abierto rechazo a la cuestión semita y explicitara su condición de austriaco, vienés y católico. Paradojas del estigma.
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