CUARTETO ISBILYA | CRÍTICA
Hacerse Joaquín Turina
EL UNIVERSO DE LAS IMÁGENES TÉCNICAS. ELOGIO DE LA SUPERFICIALIDAD. Vilém Flusser. Caja Negra. Buenos Aires, 2015, 192 páginas. 17 euros.
En los años 80, el filósofo checo-brasileño Vilém Flusser escribía para sus nietos, es decir para nosotros, y en sus visiones nos imaginaba como "hormigas-enanos" que despreciarían el propio cuerpo, como hormigas soñadoras y empequeñecidas que jugarían con teclados barajando el mundo con antenas y dedos hechiceros. Sin duda uno de los efectos más maravillosos de este inagotable librito tiene que ver, como pueden comprobar, con la interpretación de la escritura sentenciosa y aforística de Flusser, un hombre a la fuga que no se sabe bien si maldice o envidia nuestra suerte mientras fuerza la lengua, compuesta por todas aquellas que llegó a dominar, como ejercicio para extender las fronteras del pensamiento. Se trataba, quizás, de componer un antídoto justamente contra la lengua única y su correlato de estrechez mental y barbarie, de la estirpe de la que practicaron en Europa los nazis, aquellos que le obligaron a una drástica huida en la que abandonó a su familia checa a la condena de la extinción; deserción comprensible que terminó por dirigirle a aquel remoto Brasil.
El universo de las imágenes técnicas, que nació como complemento de su anterior Hacia una filosofía de la fotografía, acumula inciertas profecías a partir de lo que Flusser calificó de "cambio ontológico", el que trajo consigo el pasaje de la hegemonía de las lenguas naturales a la del código informático, a una proliferación de imágenes técnicas (fotografías, películas, vídeos, televisión, terminales informáticos) que transformaba ya desde esta situación embrionaria nuestra manera de relacionarnos con el mundo. En definitiva, la revelación del ingreso de la humanidad en una situación post-histórica, pues el cambio llevaba adherido la definitiva caída de telón sobre el hombre histórico, aquel informado por textos y con la conciencia linealmente articulada por éstos. Había en este vuelco, y siempre será así en el juego dialéctico flusseriano, motivos tanto para desesperar como para esperanzarse, una vez admitido, eso sí, el irrevocable cambio de paradigma que anunciaba este avezado lector de Ortega y Gasset, ya que a partir del momento en que la desintegración del mundo en bits había desvelado el abismo de la nada tras las apariencias, eran las imágenes telemáticas las encargadas de tapar estos siniestros intervalos y formar superficies a nuestro alrededor y en nuestra conciencia. No habría desde este momento, y aunque algunos lo hayan olvidado, pregunta política interesante que no involucrara a la técnica, que no considerara la situación de este hombre post-histórico, disperso y programado.
El tránsito de lo alfanumérico a lo digital abría así una brecha y anunciaba un nuevo paradigma informativo, si bien la tarea a cumplir en esta naciente sociedad seguía siendo la misma, la de oponer resistencia a la segunda ley de la termodinámica que sentencia irremediablemente al universo a la muerte y, por tanto, a la desinformación. "Luchar contra la estúpida tendencia del universo a desinformarse" resume, en palabras de Flusser, este cometido, claro que la mediación de los aparatos entre los acontecimientos y nosotros planteaba desde entonces tanto inusitadas ventajas como todopoderosos impedimentos. Entre las primeras y los segundos oscilan las reflexiones visionarias del filósofo, alternando la descripción de un determinismo tecnológico de corte apocalíptico que alumbra una sociedad totalitaria caracterizada por funcionarios de la imagen y receptores narcotizados, con la de los albores de una sociedad telemática basada en el diálogo inter pares, entre aquellas hormigas desdichadas, pero creativas y expertas en el coleccionismo y contrabando de imágenes.
Desde nuestra cotidiana atalaya, en nuestro mundo de teléfonos inteligentes, redes sociales e interconectividad total y constante, podemos verdaderamente apreciar este asombroso visionarismo en el pensamiento de Flusser, quien fue capaz de acechar con el ojo del espíritu lo que se avecinaba tras su máquina de escribir, sus fotos analógicas o la esforzada retransmisión de un programa televisivo. Y es esa sensación, que la retórica relacionaría con el oxímoron, de libertad y condena que solemos experimentar al desenvolvernos con las nuevas tecnologías, la que mejor clarifica en qué consiste la naturaleza ambivalente del decurso de las ideas flusserianas sobre la sociedad digital, ya que cualquier ruptura, cualquier uso de los aparatos en pos de una nueva computación de las virtualidades (es decir, cualquier apuesta por generar situaciones informativamente ricas, es decir, poco probables), debe contar con la tendencia del aparato al automatismo, reflejo de los programadores y de la acendrada alergia al cambio, a lo nuevo, a abandonar la narcosis de lo siempre-igual (el Immergleiche en la terminología de Adorno).
Es preciso no olvidar entonces, para no caer en la angustia cibernética del pesimista no integrado, que ya desde el subtítulo, y como mantra durante el texto, Flusser califica su objetivo de Elogio de la superficialidad. Las imágenes, que tapan el abismo proyectando sentido sobre el mundo, concretan así el deseo de hacer lo imposible -pues ahí radica nuestra condición de entes opuestos a la entropía-, por mantener la vida dentro del desorden universal. Flusser, que como Wittgenstein parecía mantener un asombro primigenio ante el mundo, encontraba en el diálogo la tabla de salvación frente a la telemática. Sólo en la apertura a otros yoes, que podrían almacenar y distribuir actos creativos informativamente valiosos, tendrían futuro las hormigas soñadoras, siempre y cuando entendieran este intercambio como una música imaginativa que se improvisa entre unos pocos.
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