TURANDOT | CRÍTICA
Misma historia, nuevas voces
El invitado amargo. Vicente Molina Foix y Luis Cremades. Anagrama. Barcelona, 2014. 416 páginas. 19,90 euros.
Más de treinta años después, dos antiguos amantes evocan paso a paso las evoluciones de una relación que los unió breve pero intensamente, de una manera por momentos atormentada que dejaría honda huella en la vida de ambos. Uno de ellos, el narrador, poeta y cineasta Vicente Molina Foix se dio a conocer como integrante de la generación novísima y ha desarrollado después una sólida carrera como novelista. El otro, Luis Cremades, se formó en buena medida bajo su guía y ha publicado cuatro libros de poemas. En este libro valiente e inclasificable, abiertamente autobiográfico, los dos revisan el itinerario compartido aunque cada uno por su lado, en capítulos alternos que ofrecen las versiones respectivas de una misma vivencia. Cuenta el primero, en el epílogo, cómo la idea surgió cuando releyó por azar algunas de las cartas que habían cruzado, recogidas en El invitado amargo junto al "relato novelado y veraz" de su historia íntima. Reconstruida desde dos perspectivas no siempre coincidentes pero al cabo complementarias, esta tuvo lugar en los primeros 80, cuando Molina Foix, recién llegado de Inglaterra, mediaba la treintena y su protegido, un estudiante de Sociología que se abría paso en Madrid, no había cumplido 20.
Fueron apenas dos años de relación con los habituales altibajos, contados con todo detalle y el apoyo testimonial de las cartas conservadas. Una "novela de amor" que se ajusta al milenario patrón homoerótico del erastés y el erómeno, por el que el hombre más experimentado inicia a su joven amante en todos los frentes, incluido en este caso el de la poesía. Lo que hace de El invitado amargo -el título recoge una cita de Shakespeare, referida a los celos- un libro excepcional es, en primer lugar, esa peculiar fórmula de escritura a dos voces o cuatro manos que respeta el territorio de cada autor pero acaba conformando -la fluidez es máxima- un relato conjunto. También lo es la sinceridad con la que ambos se enfrentan a sus deseos, expectativas y debilidades de ese tiempo en común, y sobre todo la capacidad analítica con la que evalúan -desde el presente, e incluso en las propias cartas de entonces- las motivaciones o los comportamientos propios y ajenos, en los momentos de comunión como en los desencuentros. De este modo, el registro confesional se ve realzado por una veta reflexiva que sin perder de vista el caso particular, eleva, por así decirlo, las circunstancias concretas a un rango superior, en la medida en que reflejan escollos o aspiraciones inherentes a la experiencia amorosa. Por último, especialmente en la parte de Molina Foix, El invitado amargo aporta algunas pinceladas que recrean la intrahistoria no sólo literaria de la época, con sus maldades o indiscreciones y algún ajuste de cuentas.
Esta parte de crónica se interna sin pudor en las vidas privadas de escritores cercanos como Luis Antonio de Villena, Fernando Savater, Lourdes Ortiz o Leopoldo Alas, añade una evocación de Juan Benet -y de su primera mujer- que se suma a las que nos han dejado otros discípulos como Félix de Azúa o Javier Marías, presenta la figura crepuscular de Vicente Aleixandre como la de un maestro muy atento no sólo a los versos sino a los devaneos epénticos -término heredado de Lorca, con el que este designaba a los devotos de la Venus Urania- de sus visitantes más asiduos, o extrema la caricatura de autores -el Francisco Umbral de Los amores diurnos, una vengativa Emma Cohen- que aparecen poco favorecidos en calidad de amantes despechados. Al margen de los nombres propios, sin embargo, tiene interés la descripción del ambiente y las costumbres relajadas de una comunidad gay en plena liberación tras décadas de penoso ocultamiento, que justamente por esos años y en vísperas de la irrupción del sida, vivió un tiempo de feliz promiscuidad. El propio Cremades, seropositivo, convive con la enfermedad desde hace años y de ello tratan algo las páginas finales, aunque lo hacen de un modo admirablemente sobrio que prescinde de todo patetismo.
Tampoco lo ha habido antes, al tratar de una pasión que es recordada con precisión exenta de nostalgia. "Mi amor por Luis fue un amor sin resguardo, el más cierto, el más excitante y desequilibrante de mi vida", afirma Molina Foix, que reconoce el resentimiento -expreso en varios poemas posteriores al final de la relación- que le produjo la ruptura. Cremades, por su parte, no deja de valorar la importancia decisiva que aquel tuvo en su formación, aunque llegara a sentirse superado por el peso de una responsabilidad excesiva o planteada a edad demasiado temprana. Ambos se desnudan, exponen sus razones, hablan de su entorno familiar o de los amigos comunes, que a veces son amantes clandestinos, celebran la intimidad o padecen el desamor, cada uno a su manera. Más psicológica que romántica, la "novela" tira del lector como los buenos folletines y, como ocurre siempre con la buena literatura, no exige una completa identificación con los personajes para dejar un rastro de emoción perdurable.
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