Himno a la noche

Cactus rescata este encendido y visionario opúsculo de Jean Epstein sobre su revolucionaria concepción del cine

El cineasta francés de origen polaco Jean Epstein (Varsovia, 1897 - París, 1953).
El cineasta francés de origen polaco Jean Epstein (Varsovia, 1897 - París, 1953).
Alfonso Crespo

14 de septiembre 2014 - 05:00

El cine del diablo. Jean Epstein. Trad. Pablo Ires. Cactus, Buenos Aires, 2014, 128 páginas. 13 euros.

Empiezan a ver la luz en castellano los escritos teóricos de Jean Epstein, cineasta imprescindible para experimentar qué es el cine y cuáles son sus poderes, pero también filósofo -con todas las letras- que supo trasladar a una escritura encendida y visionaria la concepción de un arte que podía, y por lo tanto debía, recobrar la infancia espiritual de creadores y espectadores.

Como en el caso mucho más conocido de André Bazin, para Epstein la existencia del cine precede a su esencia. O, para ser más exactos, su esencia (maquínica) ha luchado, casi siempre en desventaja, por agujerear su existencia (narrativa/representacional) y revelar un mensaje turbador y transgresor. Escrito en 1947, El cine del diablo parte de una constatación, la de que el cine, en tanto "personifica la energía del devenir, la esencial movilidad de la vida, la variación de un universo en continua transformación [y la] atracción de un porvenir diferente y destructor del pasado tanto como del presente", encarna originariamente lo revolucionario y antidogmático -lo diabólico en definitiva- pues modifica de tal manera el clima en el que se mueve el pensamiento racional y su sistema de valores fijos que invita a sospechar de la injerencia del ángel caído en su invención. Así como Bacon, Galileo o Copérnico antes que ellos, los Lumière bien podrían haber sido acusados de connivencia con el Diablo, pues la criatura nacida de la curiosidad científica no tardó casi nada -ahí tienen las famosísimas impresiones (de espanto) de Máximo Gorki en la primera proyección comercial de 1895- en orquestar los apabullantes vértigos que su funcionamiento íntimo le proporcionaba.

Leyendo a Epstein, uno comprende su ascendiente sobre Deleuze y Godard, es decir, sobre dos de los mejores defensores del cine como pensamiento. También, claro está, el vínculo poderoso y subterráneo que relacionaría la modernidad cinematográfica de mediados de los 50 con la histórica que inaugurara el XX, siglo de las máquinas, las vanguardias y las guerras globales. Y si la Nouvelle Vague se sentiría más tarde a la mitad de la vida del cine, y por lo tanto estrenando una determinada memoria sobre su pasado, Epstein, poco después de clausurada la Segunda Guerra Mundial, ya se dedicaba aquí a desentrañar y deletrear esa "lección secreta" transhistórica que había viajado de matute en todas las transformaciones del cine, de juguete científico y pasatiempo de laboratorio a fenómeno de feria, de perfeccionamiento de la linterna mágica a contador de historias o "bufón público". Para el director de hitos como El hundimiento de la casa Usher, Coeur fidèle, Finis Terrae o Le tempestaire, el cine gramatical-industrial-representativo que había fijado una norma, una cierta estandarización y una expectativa en la audiencia, no era del todo desdeñable, pues había sido clave en la popularización del invento, pero estimaba que su todopoderosa vigencia echaba sus primeras y más profundas raíces en un antinatural borrado de las potencialidades del cinematógrafo, la máquina diabólica bajo el fenómeno "Cine". Epstein arranca este decisivo opúsculo abriendo un proceso en el que el cinematógrafo se declara culpable de sus tratos con el demonio, una bella artimaña metafórica que le sirve para traer a primer plano su ontología, una que el francés hace recaer principalmente en la flexibilidad del espacio y tiempo cinematográficos, fuerzas que abanderan el obsequio de un universo fluido y "metalógico" al que nuestros sentidos no pueden acceder en el mundo real a no ser en los márgenes, en el sueño, en el coqueteo irracionalista.

El cine del diablo se propone, de esta manera, como un recuento de las virtudes de la máquina que registra y ensambla. Las lentes del cine son las que exploran el dominio de lo infinitamente grande -relacionándose en esto con otras aventuras ópticas de la astronomía, esfuerzos en definitiva de una "filosofía del catalejo"- así como de lo microscópico, de lo imperceptible -la tarea de hacer visible lo invisible según los preceptos de una "filosofía de la lupa"-; también las que capturan el movimiento de seres y cosas que luego, durante el montaje y la proyección, se traducirá en una sustancia temporal reversible y manipulable: el mundo de la pantalla -el anti-universo, en su singular vocabulario- "agrandado y reducido a voluntad, acelerado y ralentizado, constituye el dominio por excelencia de lo maleable, de lo viscoso, del líquido". Epstein ve las intrigas del cine narrativo como una vulgarización de la filosofía revolucionaria que sus máquinas subterráneas promueven, la posibilidad del reflejo de una vida mental y sentimental ajena a lo estable, destructora de todo orden y por eso diabólica. Se trata, en resumen, de una concepción relativista que abjura de la creencia en valores fijos o sistemas absolutos y tiene al cine como un ojo especial que colora inefable y moralmente al mundo -de eso versa, dicho con alocada rapidez, el concepto de fotogenia al que el cineasta dedicara tantos maravillosos y alucinados pasajes- para presentar otro que sea capaz de devolver el asombro a nuestra mirada y a nuestro espíritu. El cine, como la naturaleza, era para Epstein esa fuente de sublimidad que nos sacude corrigiendo la penuria de nuestros pensamientos, la mediocridad habitual con la que afrontamos el regalo de vivir.

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