El fantasma de la libertad
Israel Galván y Akram Khan triunfan de forma apoteósica con 'Torobaka'
No había manera de encontrar una entrada el pasado domingo en la Sala Roja del Teatro del Canal, para ver la última de las tres funciones de Torobaka, un auténtico mano a mano entre el bailaor sevillano Israel Galván y el bailarín y coreógrafo londinense de origen bengalí, educado en la danza india Kathak, Akram Khan.
Y es que, además del poder de atracción de Khan, uno de los valores más cotizados de la danza contemporánea actual, Israel Galván se ha convertido en un auténtico ídolo para unos espectadores cada vez más heterogéneos, muchos de los cuales, entregados sin ambages a la emoción que les provoca, lo vitorearon con fervor al final del espectáculo. No cabe duda de que, a base de talento y de generosidad en el trabajo, el hijo de José Galván, el solista de la Compañía Andaluza de Danza en los días de Mario Maya, se ha convertido en un símbolo de la libertad artística, un modelo a seguir para todos esos artistas del flamenco que acuden a sus espectáculos soñando con que, un día no muy lejano, aprovechando las puertas abiertas por el sevillano, también ellos podrán adentrarse en los terrenos que la necesidad o la imaginación les propone. Lo que ocurre es que para conquistar esos terrenos de la pura danza deberán atesorar cualidades como las de Galván: conocimiento, virtuosismo, rigor y una enorme sinceridad consigo mismo y con el público.
Después de decidirse a compartir democráticamente el escenario, tanto Galván como Khan han elegido el círculo como base para celebrar el encuentro entre sus culturas y sus personas respectivas y han coreografiado varios dúos en los que el repetido cuerpo a cuerpo y la posible lucha son sustituidos por el abrazo del mismo modo que la integración sustituye a la mera ruptura del idioma recibido de sus padres. Cada uno, con el vocabulario heredado y con su temperatura, se entrega sinceramente a lo que recibe a través del otro. Con muchísimo respeto (Khan realiza una danza, muy aplaudida, con las botas en las manos) pero sin censura de ningún tipo, ambos abren el grifo de la expresividad -no olvidemos que en la tradición hindú no hay diferencia entre bailarín y actor- y convierten su caudal en un gozoso e incesante ritmo. Y lo mismo sucede en las intervenciones en solitario, como la de Israel cuando sale a un cuadrilátero anexo con un micrófono de pie y se convierte en un auténtico hombre-orquesta. En ese momento, por su cuerpo y por su garganta salen a borbotones, inconexos en apariencia, decenas de fragmentos del universo flamenco, del más trascendente al más lleno de guasa. A la velocidad del rayo, como esas ideas disparatadas que se superponen a veces en la mente, salidas del mismísimo inconsciente.
Así van contando su proceso, Khan y Galván, ajenos a toda cortapisa y a cualquier presupuesto artístico previo; sin una dirección externa que tal vez hubiera equilibrado las músicas para dar -según opinaban algunos a la salida- un mayor protagonismo al flamenco.
Porque, efectivamente, la otra columna de este trabajo, y parte fundamental de su éxito, son los cuatro músicos que están en escena, tocando instrumentos y uniendo libremente diferentes culturas musicales, desde los silabeos típicos del Kathak al folclore italiano y español, con hermosos cantos de la belga Christine Leboutte (a la que ya admiramos en el teatro Central, con la Capilla Flamenca en la coreografía de Sidi Larbi Cherkaoui Foi,) y del contratenor Daviz Azurza, a cuyo canto angelical pone el contrapunto Bobote con su telúrico "¡Quiyooo!".
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