CUARTETO ISBILYA | CRÍTICA
Hacerse Joaquín Turina
Barcelona y la configuración de la guitarra clásico-flamenca. Norberto Torres y Carles Trepat. El Dorado/Carena, 107 páginas.
Es la hora de ser valiente y hacer una afirmación rotunda: Trinitario Huerta y Julián Arcas fueron guitarristas flamencos. Quizá no todo el tiempo, pero lo fueron. Ciertamente, ellos mismos, y sus contemporáneos, no usaron esta denominación para calificar su arte. Pero tampoco Silverio Franconetti se hizo llamar flamenco. ¿Y qué duda cabe de que Franconetti, hijo de romano y sevillana, fue el que inventó este género llamado con el tiempo cante flamenco? Franconetti, que era un publicista fabuloso, se autodenominaba "el rey de los cantadores andaluces". De la misma manera, Huerta (Orihuela, Alicante, 1800 - París, 1874) y Arcas (María, Almería, 1832 - Antequera, Málaga, 1882) se presentan como intérpretes de los "aires andaluces" del fandango, el bolero, la cachucha, el jaleo, la rondeña, la soleá, los panaderos, el punto habanero, la jota, la murciana y los tangos, entre otros. Por supuesto, su repertorio concertista era más amplio que el citado. Pero era, también, el citado. Estilos que a los que hoy denominamos flamencos, sea directamente o a través de otros estilos a los que dieron vida. Con menos, hoy forman parte del Olimpo de lo jondo intérpretes tan reputados como El Planeta.
¿Qué pasa con Huertas o Arcas para que no sean considerados flamencos? Su perfil no encaja con la historiografía tradicional jonda. Como afirma Torres en esta obra, ambos eran concertistas de fama nacional e internacional y tocaban en los teatros más prestigiosos de Europa y América. Pero hoy ya sabemos que la historiografía tradicional jonda no era tal sino la superestructura de un mito que la realidad de los datos desmiente una y otra vez: el flamenco no fue una actividad del pueblo, sino arte creado por profesionales para la escena. Profesionales que, además, recorrían escenarios de todo el mundo y se alimentaban, como no podía ser menos, de los lenguajes musicales, coreográficos y literarios de los lugares a los que viajaban, ya que éstos también viajaban hasta nosotros. El concepto de folclore nace casi al mismo tiempo que el flamenco. El arte jondo siempre fue popular pero jamás folclore. Siempre lo interpretaron profesionales. Demófilo trató de encerrar lo jondo en este concepto de lo folclórico pero se dio cuenta de que no le salían las cuentas. La clave es que el flamenco no fue exclusivo de una geografía, por más que nazca en Andalucía, de una etnia, por más que la huella gitana sea indeleble, ni de un pueblo. El flamenco es un arte romántico pero antes del romanticismo no existía el concepto del artista como ser divino, al margen del resto de la sociedad. Las fronteras, cuando las había, no eran tan estrictas, y por eso nos encontramos una zarabanda en una suite de Bach: del culto de Oggun a la partita para violín, pasando por la escena hispana y la condena de las autoridades eclesiásticas que consideran, con buen criterio, a este "baile de negros", lascivo. ¿Por qué hablo de la zarabanda? Porque en esta danza de orígenes americanos y negros (el culto sincrético de Oggun) está la hemiola que con el tiempo daría lugar a la bulería y la guajira. Con las mismas, podría haber hablado del fandango, la chacona, etcétera.
Y no es sólo cuestión de repertorio: como subraya Torres en esta obra, también la técnica jonda del rasgueado, que muestra a las claras el origen bailable de dichos estilos, era una seña de identidad de estos tocaores. A lo que hemos de añadir otra técnica jonda, los golpes en la tapa, como demostró hace unos meses Faustino Núñez en relación a Huerta, en su blog El afinador de noticias. ¿Y qué era lo que los públicos de París y Nueva York buscaban en las guitarras de Huerta y Arcas? Precisamente su "andalucismo". Bien como constructo romántico, en el caso de las burguesías locales, bien como nostálgico acento del añorado hogar perdido, en el de los muchos emigrados que la década ominosa, y todas las etapas ominosas que vendrían, fueron sembrando en Europa y América a lo largo de los siglos XIX y XX. Así pues los "andaluces profesionales", que diría Borges, nacen como una demanda interna, de afirmación de lo propio en un país en crisis material y espiritual, y externa, según lo dicho. Hoy en día lo jondo tiene más cartera fuera que dentro, pero vemos que eso no es ninguna novedad. La única época de nuestra historia en la que el flamenco fue un arte de masas, del pueblo, esta vez sí, aunque del pueblo como consumidor, no como creador, fue durante la Segunda República, cuyo cine popular encumbró a Carmen Amaya, Angelillo y el Niño de Utrera, todos ellos exiliados en la etapa siguiente que, aparte de ominosa, se alargó cuatro décadas. No del pueblo pero sí popular: tanto Silverio como Huerta fueron afines a los valores liberales, lo que les valió sendos exilios. Su nacimiento en Orihuela no impidió a Huerta ser un profesional de lo andaluz, como le ocurriría a su paisano El Rojo el Alpargatero unas décadas más tarde. Si El Rojo es anunciado en Nueva York en 1892 como "andalusian cantaor" no es debido a su procedencia, sino por el género que interpreta, el género andaluz, que es cómo se llamaba generalmente al flamenco en esa época. El término flamenco, que había nacido en los 40, no se impuso como exclusivo hasta décadas más tarde. En la época de Huerta y Arcas se usan, como sinónimos, flamenco, gitano y andaluz. Ello es así porque, desde Mérimée, todos los andaluces somos gitanos y flamencos, como saben.
Esta conexión se consolida en las siguientes generaciones de guitarristas jondos y románticos y postrománticos: Miguel Borrull padre como discípulo de Tárrega y Ramón Montoya de Miguel Llobet. En su Diccionario de guitarras, guitarristas y guitarreros (1934), Domingo Prat define a Miguel Borrull Castellón (Castellón, Valencia, 1864 - Barcelona, 1926) como "guitarrista del género andaluz": la entrada no incluye la palabra flamenco. Incluso a estas alturas se seguía utilizando la primitiva denominación. Las obras de Tárrega formaban parte del repertorio de este guitarrista flamenco que escribía partituras. De Borrull tenemos noticias, debidas a Montse Madridejos, que aseguran que grabó "malagueñas, soleares, guajiras y otros estilos". También hay una tradición oral que asegura que se conservan partituras manuscritas de Borrull. Este tocaor, que acompañó a Chacón y a otros cantaores a finales del siglo XIX, fue el iniciador de una saga flamenca que llega hasta María Juncal, ganadora del Desplante Minero en el Festival de las Minas de 2006, y que incluye a los guitarristas Lola y Miguel Borrull hijo, y a las bailaoras Julia, Concha, Trini Borrull y la Gitana Blanca. De hecho la guitarrista Lola Borrull, hija de Miguel, fue alumna directa de Tárrega. Ramon Montoya Salazar (Madrid, 1880-1949), por su parte, es bien conocido por la afición flamenca, como el fundador del toque flamenco contemporáneo. Por cierto que ambos guitarristas flamencos o "del género andaluz", Borrull y Montoya, son gitanos y de fuera de Andalucía. Lo cierto es que Arcas y, sobre todo, Huerta, son hoy ampliamente ignorados por los guitarristas y estudiosos académicos. A muchos les resultaría sorprendente descubrir que muchas falsetas de malagueñas o soleares que ellos tocan como populares son de Arcas.
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